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El Ateneo en sombras

Me contaron que en unas obras realizadas en el vetusto caserón del Ateneo de Madrid hace unas décadas fueron a toparse los obreros con un esqueleto emparedado. En principio, se pensó que podía tratarse de la osamenta de un proyecto ateneísta que un día se quedara definitivamente dormido sobre uno de los pupitres de la biblioteca sin que nadie se apercibiera, en principio, de su tránsito, hasta que un celoso bibliotecario acabó por catalogarlo y archivarlo en su estante correspondiente. Sin embargo, el hecho de que el esqueleto apareciese cerca de la antigua sala de armas del edificio llevó a pensar que se trataba de los restos mortales de un socio caído en defensa de su honor intelectual con las armas en la mano. Por lo visto, hubo un tiempo en el que los ateneístas dirimían a punta de florete cuestiones que no habían quedado lo suficientemente claras en los turbulentos y apasionados. debates que se celebraban diariamente al cobijo de sus muros. En cumplimiento de un código de honor caballeresco, los padrinos del infausto duelo habrían decidido ocultar el cadáver a la justicia para salvar al matador de la cárcel.Pero fue el franquismo el que convirtió en panteón el Ateneo de Madrid. La previsible opinión del superlativo general sobre esta institución libre donde se rendía culto al pensamiento y, por tanto, a la disidencia quedaba claramente expresada en las páginas de Raza, única y prescindible aportación de Francisco. Franco, bajo su alias literario de Jaime de Andrade, a la literatura de imaginación, una facultad completamente atrofiada en el desarrollo del pequeño dictador, como corrobora esa fábula hinchada de retórica, crasa y maniquea en la que puede leerse la frase "El Ateneo, ¡buenas cosas se cuecen allí!", irónico y despectivo comentario con el que un amigo de la familia protagonista zanja una conversación sobre las actividades madrileñas de la oveja negra de la casa que ha preferido las Letras a las Armas y ha ingresado en la universidad, rompiendo una tradición de siglos. Para los Churruca, familia adoptiva del Franco literato, la universidad "es el centro donde venía fomentándose la decadencia de España" y el Ateneo una madriguera de comunistas, judíos y masones portadores de ideas disolventes empeñados, vaya usted a saber por qué, en fomentar la decadencia de su patria.

Durante la dictadura, el Ateneo se convirtió en un casino de pueblo, como dice una socia veterana, un casino cutre con toneladas de caspa flotando en su enrarecida atmósfera. Nada quedaba de aquel espíritu fundacional, salvo un puñado de resistentes, nada más lejos de los objetivos que, alumbrados por la antorcha de Palas Atenea, entronizada en su emblema, suscribieron los padres fundadores en 1820, prometiendo servir "a la comunicación de las ideas, el cultivo de las letras y de las artes y el estudio de las ciencias exactas, morales y políticas".

Resucitó el Ateneo como tal a principios de los años ochenta con una junta democrática presidida, por dar un gusto más a la paradoja, por un médico forense, y al poco de resucitar volvió a ser objeto de presiones políticas, sujeto de mangoneos y tejemanejes que le impidieron volver a ocupar el primerísimo lugar que durante más de un siglo había ocupado en el paisaje más bien árido de la vida cultural, madrileña y española.

Hoy, vientos de fronda soplan sobre la venerable institución enredada en una disputa interna en la que está en juego su supervivencia. Los socios rebeldes denuncian una soterrada dictadura por parte de una Junta de Gobierno que se niega a celebrar elecciones. En el fondo de la trama se debate la esencia del Ateneo como coto cerrado y privado o zona abierta para la difusión de la cultura y el pensamiento. En un discurso pronunciado entre sus muros con motivo del primer, centenario del edificio de la calle del Prado, contó Julio Caro Baroja que durante muchos años un conocido médico madrileño, el doctor Simarro, recetaba a sus pacientes neurasténicos que se hicieran socios del Ateneo, lo que según el docto conferenciante explicaba la cantidad de disparates que habían tenido que escuchar los muros del entrañable caserón durante más de un siglo. El auténtico peligro, la gran amenaza, estribaría en dejar la institución en manos de los cuerdos de siempre.

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