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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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La radio

Antonio Muñoz Molina

Hemos vivido tres días pegados a la radio, habitados por ella,habitándola como una gran casa invisible en la que cabíamos holgadamente todos, los que éramos millones y sin embargo nos sentíamos solos, los que más de 20 años después del final de la dictadura aún no habían podido alzar en libertad su voz. En la televisión se veían multitudes que recordaban las mayores sublevaciones pacíficas del siglo, parecía que se estaban viendo imágenes del 14 de abril de 1931 en la Puerta del Sol, o de Lisboa en la primavera de 1974 o de Berlín en noviembre de 1989. En la televisión se escuchaban voces de locutores o de celebridades, se veían pancartas de dolor y de triunfo, se escuchaban hermosas consignas inventadas por alguien y transmitidas como un impulso eléctrico o una ondulación del mar a toda la multitud, a todas las multitudes que estaban en todas las capitales de España, capitales del dolor y de la gloria, de la inmensa rebelión popular contra el chantaje de unos cuantos pistoleros y de unas cuantas docenas de miles de tarados políticos.Pero donde se escuchaban las voces de la gente era en la radio, que tiene lo que nunca ha tenido la televisión, la posibilidad de una cercanía absoluta y a la vez muy pudorosa, de una respuesta instantánea a lo que está sucediendo, a lo que está sintiendo cada cual. En. la radio hemos sentido que dejábamos de estar solos. En la radio de una tienda oí el jueves que alguien había sido secuestrado, y el sábado, un poco antes de las cinco, fue en la radio donde supe que acababa de aparecer el cadáver de alguien que aún no tenía nombre. Estuve en la radio el sábado por la mañana, en esas altas terrazas de la Cadena SER desde las que se ve todo Madrid, los tejados de los barrios populares, los acantilados de la Gran Vía, las torres de soberbia que brillan al sol en la distancia como prismas de cristal azulado. Esa mañana había en la radio una tensión de vigilia permanente, de espera activa y luchadora, un tumulto de excepcionalidad y de prisa en los pasillos y en las cabinas de control. Los programas habituales habían desaparecido o se habían unificado en un solo flujo de voces estremecidas de alarma y de esperanza y quienes estábamos en el estudio, detrás de paredes de corcho y vitrinas de cristal, teníamos la sensación de vivir en la misma intemperie de la gente, en el estado de urgencia que se había extendido a todas partes, a las redacciones y a las barras de los bares, a las casas innumerables en las que había una radio perpetuamente encendida, en las que se escuchaban nuestras voces y se multiplicaban las de los oyentes que llamaban para atestiguar su dolor, y también el asombro de que surgieran tantas voces después de tanto silencio, miedo y tanta mentira.

La radio era de pronto un sistema nervioso por el que circulaban las voces y los estados de ánimo a la misma velocidad que los impulsos eléctricos y químicos por las conexiones neuronales. Fue en la radio donde empezamos a damos cuenta de que se estaba desencadenando algo nuevo, la inmensa sublevación de ira y dignidad con la que nadie contaba, que ya podía percibirse en la mañana del, sábado, en las horas finales del ultimátum de los pistoleros, y se desencadenó con una energía sísmica a partir de las cinco, cuando fue confirmándose lo que ya todos sabíamos, que el cuerpo maniatado y sin nombre que había aparecido en el País Vasco era el de Miguel Angel Blanco.

Al principio hubo en todos nosotros un desfallecimiento que se podía reconocer en las voces que hablaban por la radio: no eran las voces formularias y frías de los noticiarios, eran voces de gente que estaba viviendo el mismo dolor que nosotros, voces ensombrecidas por el luto y el agotamiento que nos acompañaban en la intimidad de la tristeza con una cercanía casi de mano que se posa en el hombro, esa mano de alguien muy querido que en ese momento, cuando apoyamos los codos en la mesa y nos tapamos la cara sin ganas de esconder las lágrimas, nos hace saber que no tendremos que añadir la soledad a la injuria.

Creyéndonos solos éramos millones y la rabia nos ha ayudado a saberlo, ha sido no sólo el vehículo, sino el espacio mismo de la fraternidad, la gran plaza en la que caían las plazas de todas las ciudades, el rompeolas de todas las españas desde el sentimiento de la fuerza tremenda y vivificadora de la muchedumbre serenamente en pie no ahogaba ninguna de las voces individuales.

En la radio he reconocido las voces de gente a la que admiro por su claridad y su valentía como Femando Savater o Jon Juaristi. (Igual de clamoroso ha sido el silencio de otras voces no sólo eclesiásticas, el hueco tan visible de otras ausencias que no quiero nombrar, no por discreción, sino por simple desprecio). Pero las voces más memorables de la radio no han sido las de los escritores o los entendidos, sino las voces de la gente común que ha llamado por teléfono para decir justo aquello que pensaba, lo que calló durante tanto. tiempo,, las palabras verdaderas que desbarataban la niebla de la verbosidad política, de la mentira y de la cobardía. En la, radio las voces de la gente han dicho la verdad, han llamado al pan pan y al vino vino, han roto la triste mudez de las manifestaciones silenciosas, han cancelado. 20 años de circunloquios y palabrerías cuya única finalidad era impedir que los asesinos y sus actos recibieran los únicos nombres que les corresponden. La radio estos días, nos ha devuelto la transparencia de las palabras, el aire limpio de la libertad. La radio nos ayudó a defender la democracia en la noche lúgubre del 23 de febrero de 1981: 16 años después, la radio ha abolido los últimos coágulos de miedo que enturbiaban la libertad de expresión.

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