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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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¡El 'Guernica', punyetes!

Juan Cruz

De Joan Miró sabíamos que había sido árbitro de boxeo en un combate entre Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, en los años veinte de París, cuando, aún vivía el espíritu del gran Gatsby y el glamour se resolvía en espectáculos en los que el arte se aliaba con la fuerza. Se divertía así el continente, sus artistas y sus melancólicos, haciendo windsurfing en París. Años después, Europa cerró la puerta de estas levedades y hasta aquel pintor ingenuo, que miraba con los ojos de pintar y cuya máxima aspiración pública era pasar desapercibido, tuvo que intervenir con sus pinceles para divulgar los estragos del fascismo.Mientras él pedía ayuda para la España arañada por los sublevados de Franco, el malagueño Pablo Picasso, que era el otro lado de la pareja, se enfrentaba a un lienzo flojo y a un encargo brutal, por sus dimensiones y por la naturaleza de su origen: configurar el fresco de la guerra para el pabellón español de 1937. Una historia tan conocida. A Picasso le salió un lienzo histórico: él mismo lo vio así, lo tituló Guernica, para hacerlo aún más eficaz, pues Guernica era la metáfora de la barbarie en aquel instante de la historia, y describió para él su destino: Picasso podía. Si volvía a ser español, pues de España era, el cuadro tenía que regresar al Museo del Prado, que era su lugar natural. Picasso podía.Le encargaron muchas veces gritos parecidos, y una vez al menos respondió con paradojas: Louis Aragon, el gran poeta francés, le requirió para que le entregara un cartel con el que divulgar el primer congreso antifascista de la posguerra, y él que odiaba las palomas le dejó una de las que había pintado acaso para conjurar su legendario carácter sanguinario: la violenta paloma de la paz.

La historia después superó todas las esquinas terribles del recuerdo y, de pronto, al menos en apariencia, hasta el fascismo se hizo blando y se fueron muriendo los dictadores. Joan Miró vivió para verlo, en su retiro pintado de Mallorca, pintando siempre a favor del antifascismo, pero silencioso e ingenuo, retirado del ruido y de la furia, y aun así capaz de reiterar con sus manos débiles los símbolos con los que soñaba y que le llevaban sin remedio a la infancia. Picasso tuvo menos suerte, acaso simplemente porque tenía menos anos, y vivía con melancolía sus postrimerías, perdido en el interior semioscuro de un castillo que, visto hoy desde el aire, es como la tumba elegida por un genio que hubiera terminado harto de estar vivo. Aquel oscuro lugar de la muerte, en el sur de Francia, simboliza muy probablemente el deseo de Picasso de dejar que el deseo de vivir se fuera a hacer puñetas; la vida posterior fue poniendo las piezas del puzzle juntas: ¿qué le ocurrió a aquel gran vitalista, a aquel supuesto gran vitalista, para que fuera la melancolía su penúltima compañera, hasta que su compañía definitiva fueran la despedida y la muerte? Pero Picasso dejó, en las disposiciones escritas y en las que estaban en el aire, su propio libro de estilo para que su voluntad se siguiera haciendo, como si también dibujara la voluntad de los muertos.Pocos años después de la muerte de Picasso, los españoles se vieron aliviados de la gran bestia negra del pintor y de tantos otros, y en este país se avivó la necesidad de mejorar la relación con la memoria. Antes del -digámoslo así- regreso del Guernica, la polémica sobre el cuadro había sido universal. Lo cierto es que estaba allí, como un póster, sometido a las paredes de unos y de otros, patrimonio universal del ojo, herencia espiritual de un periodo lleno de horror y paradoja. A pesar de su carácter de póster multiuso, el Guernica no perdió fuerza, y se hablaba de él como de un modo de hablar, también, de los resultados de la guerra. A Miró le preguntaban mucho por Picasso, y el viejo pintor reconocía con los ojos abiertos como platos de mar su admiración inevitable por quien le hacía tanta sombra.

Ya no está Miró para intervenir en la polémica actual, en la que la política, con su sesgo acaso inevitable de demagogia y de ignorancia -los dos términos de la misma secuencia-, trata de hacer bailar un cuadro cuyas enfermedades han sido ya detectadas por los que de veras saben qué hacer con la conservación del arte. Y es que la guerra no se ha acabado. Dijo Arzalluz: "¡Para ellos el arte y para nosotros las bombas!" En fin: arte y demagogia, he ahí el porvenir.

Y es una pena que no esté Miró, pues él fue quien mejor definió qué pasa con el Guernica, en el arte y en la historia, cuando se discute sobre él. Hablando con el crítico canario Eduardo Westerdahl sobre el carácter circular de las cebollas, en 1972, el pintor ingenuo se vio requerido a pronunciarse sobre el Guernica.Moviendo sus codos como si fueran alitas, y abriendo los ojos como un ave marina, Miró reflexionó sin más, en catalán: "¿El Guernica? ¡Punyetes!"

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