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Jovellanos

"Porque sé que los sueños se corrompen, / he dejado los sueños". Así imaginaba el poeta Luis García Montero en 1994 los últimos días de Jovellanos en su prisión del castillo mallorquín de Bellver. Un Jovellanos cautivo y atormentado "por el reino de las hogueras y las supersticiones" que era la España de su tiempo y, a la vez, angustiado, ante el sesgo sangriento de la Revolución Francesa, "donde la libertad / fue la rosa de todos los patíbulos", y, sin embargo, pese a su soledad, pese a su desarraigo, obstinadamente fiel, en los ensueños de su insomnio, al ideal irrenunciable de la libertad.Fue también esta imagen problemática y fecunda la que iluminó el reciente discurso de ingreso en la Academia de Juan Luis Cebrián, que acertó a ver a Jovellanos como un hombre de transición, víctima de todos los fiagelos de los tiempos de esta índole, atravesado por la contradicción de salvaguardar una monarquía agonizante como señal de independencia nacional y sacudido a la vez por un viento de libertad que venía ya, dijo, "rociado de sangre inocente".

No es casual que uno de los mejores poetas españoles de estos últimos lustros y el fundador y primer director de EL PAIS, 14 años mayor que aquél, hayan coincidido con poco tiempo de separación en la enorme figura de aquel español claro, preocupado y honrado -la preocupada mirada que le vio Goya- García Montero proyectando sobre la figura de Jovellanos los derrumbados sueños de otras utopías más recientes; Cebrián reflejando en el personaje de don Gaspar Melchor el tiempo de transición que a él personalmente le ha tocado vivir también de tan destacada manera. De ahí su referencia a quienes por promover o animar meras reformas han de vérselas siempre entre nosotros "con el furor por el mando y la pasión del poder".

Jovellanos ha sido pasto a menudo de lecturas reaccionarias: el antiafrancesado, monárquico, etcétera. No las resiste; basta con leerle un poco a fondo. Y por eso su figura, en este final de siglo (él vivió también otro, especialmente trágico), sigue siendo paradigma para cuantos se empeñan en construir un país decente, solidario, racional, y abominan de los extremismos porque saben que son una enfermedad infantil al mejor servicio del poder. De Jovellanos a Manuel Azaña hay un puente tendido por el que transitan las mejores ideas, los mejores sueños de esta nación. Un denominador común siempre al fondo: la lucha contra los privilegios, la aspiración a la igualdad. Con el deseo de ser "un hombre más feliz / en un país más libre" concluye el hermoso monólogo que García Montero pone en labios del insomne Jovellanos. Éste ha sido siempre el ideario del genuino progresismo español, y por eso don Gaspar Melchor no dudó en escribir -y Cebrián lo cita- "que el estado de libertad es una situación de paz, de comodidad y de alegría. No basta, pues, que los pueblos estén quietos; es preciso que estén contentos".

Todo el mundo está en su derecho de reclamar un legado tan limpio y es bueno que así sea, si los propósitos son sinceros y no se trata sólo de que nos maquillemos un poco; pero sin duda aquellos que son herederos directos de las víctimas están más acreditados para hacerlo que quienes lo son de los verdugos, como vino a decir Cebrián.

Las prisiones de fray Luis y de Jovellanos, los destierros de los románticos, la muerte de García Lorca, el arresto de Unamuno, el destierro de Antonio Machado, la pena capital disfrazada de cárcel de Miguel Hernández, no nos pertenecen a todos por igual, aunque no por eso haya que esgrimirlos como banderas de sectarismo. La reconciliación es palabra absolutamente respetable, pero no significa que debamos volvernos amnésicos. No sin emoción pueden leerse las tremendas palabras de Jovellanos en su Paráfrasis al salmo Judica me, Deus: "... sácame de las garras del hombre falso y malvado que, sordo a la voz de la compasión y la humanidad, oye sólo la de mis perseguidores, para agravar noche y día la amargura de la situación en que me han puesto".

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