Rapiña y caída del imperio
Los poderosos abandonan el régimenen desorden, pero con las maletas llenas
Hubo carreras. Maletas con el buche lleno. Con las hebillas a punto de reventar. Repletas del botín amasado durante años de poder colonial. Se veían militares nerviosos. Con el uniforme impoluto. Mujeres tristes, gordas, enfundadas en enormes vestidos multicolores. Hubo alguna lágrima. Abrazos de despedida, de tragedia. La familia del general Likulia Bolongo, el ya ex primer ministro, el que heredó el viernes los inexistentes poderes de Mobutu Sese Seko, llegó al hotel Intercontinental con el rostro demudado, acompañada de una ringlera de porteadores. Arribaban con la casa a cuestas y el rostro gris. Con los ojos perplejos. Sin comprender que lo que hace poco tildaban de invención de la prensa extranjera era un runrún victorioso que descendía desde el aeropuerto. Los ascensores subían y bajaban con cajas y niños que buscaban una mano adulta.La noche previa a la caída de Kinshasa fue una noche de brujas y fantasmas. Unidades enloquecidas de la División Especial Presidencial (DSP) rondaban la ciudad en pos de enemigos del presidente, de los traidores que le abandonaron y le forzaron al exilio. Primero a su Gbadolite, donde se yergue su versión de Versalles en la selva, el mejor de sus palacios, y después, Marruecos.
A las dos de la madrugada, un grupo de estos soldados se presentó en el vestíbulo del Intercontinental con el objetivo de asesinar a Likulia. Eran los mismos que horas antes habían matado a tiros al popular general Mahele, el ministro de Defensa. Los guardas de seguridad y las otras tropas que defendían el hotel les hicieron frente. Incluso cortaron la luz, inutilizando los ascensores. Estos soldados de la DSP ni siquiera encontraron las escaleras que conducían al séptimo piso, donde se escondía asustada la familia del ya ex primer, ministro. El odio les cegó.
Por la mañana, se oían tiros lejanos y disparos bien próximos. El palacio del coronel Thsatshi, la penúltima residencia de Mobutu, aparecía entre las brumas de la mañana como una mole crema, tostada por el sol. Luego, era saqueado por sus soldados.
Los mercenarios surafricanos que estaban en el bar del hotel, alternando charlas optimistas con cervezas negras de importación, se habían esfumado. Quedaban sólo sus amigas, unas pocas prostitutas asustadas que buscaban cobijo en habitaciones cerradas.
A las ocho, una caravana desmesurada de todo terrenos llegó a las puertas del edificio. Un carro de combate aparcó enfrente, en el mismo lugar donde hasta hace unos días un grupo de chiquillos con hambre de dólar voceaban los titulares de los periódicos. El carro jugueteó con la torreta, como intentando asustar. La caravana era del general Lilculia Bolongo.
Este grupo de militares armados y nerviosos que protegían a su jefe recogieron a una cohorte faraónica de mujeres y niños, primos y tías, que enfilaron en dirección al puerto. Allí, otros soldados daban protección a las lanchas del régimen, en las que cruzaron el río Zaire en dirección al exilio.
Al otro lado, las autoridades de Congo hacían selección. Los depauperados eran devueltos y los generalotes aceptados. El régimen no presentó resistencia. Los que se pudieron ir a contar sus millones, marcharon rápido. Los que no, rompieron sábanas blancas para bendecir su rendición y esperar un sitio al sol en este nuevo Zaire, que de puro nuevo que es ya tiene incluso otro nombre: el de la República Democrática del Congo.
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