Aceite en vena
El pasado viernes, como alguno recordará entre nísperos tibetanos, yo hablaba aquí a raudales del aceite de oliva. No sólo porque sí, sino también urgido en proclamar a los cinco vientos la calidad de un libro que acaba de salir del molino: La aceituna, de Mort Rosenblum, publicado por Tusquets; y porque "España va tan bien, tan bien" (amaguillo de chotis para Nati Mistral), que este año, según información de Vidal Maté, nuestra producción de aceite de oliva se elevará a 900.000 toneladas. Pues verán, dado que de algún modo hay que darle un final a todo artículo, terminaba yo aquél, el de la semana pasada, sospechando en voz alta que, al llegar al de hoy, que aquí está, sería cosa de volver a pedir, imperturbable el ánimo ante la crispación mediopolítica, otra columna más de aceite, ¡hala!, cultural, vertical o apaisada.Sospecha tal, decisión al cabo, me empujaba ya entonces a imaginarme, en este mismo instante y con La aceituna por guía, exprimiéndo lo mucho que todavía quedaba en el tintero: un concurso de huesos de aceituna, la pezuña de cabra tunecina para la recogida del fruto, lo indestructible del hollejo, las recomendaciones gastronómicas (el aceite de Paco y Andrés Núñez de Prado, en Baena), la evocación con manchas artísticas (salmos, ánforas, óleos) y hasta la Biblia en verso, si es que hacía falta, tan rica en alusiones aceiteras. Mas todo aquello se borró, con la velocidad de la ocurrencia propia, ante la contundente furia de una realidad más real, nacional por azarosa.
Quiso, en efecto, el azar, nuestra mejor manera de gobierno, prodigarse el pasado viernes en un maná de coincidencias. Ese día, el aceite español estaba en vena. La actualidad, sedienta, se empapaba de él. Y lo hacía en forma de carta, de sentencia y de prenombramiento. Para carta, la de Mario Conde, llana aunque mal acentuada, defendiendo en plan razonable, su perfecto derecho a percibir la subvención paneuropea para su plantación de olivos, su huerto de Getsemaní, igualito, "ni más ni menos" que cualquier otro olivarero altivo. Tanta razón de parte de Conde, con o sin brillantina ¿puede tener carácter retroactivo? Que entonces bastaría imaginar al accionista de medio pelo reclamándole viejas ganancias, en la mismísima proporción: "ni más ni menos". (Déjenme que interprete el énfasis de Ortega: "Justicia, aquí no se cosecha lo que se siembra", mientras cae el telón.)
Para sentencia, la que convierte a Corcuera, ex ministro del Interior sin puertas, en delincuente de alta tensión. Por haber dicho, el hombre, con harto mariconas intenciones, ¿me se entiende? que un periodista "perdía aceite". De ahí el jolgorio (secreto a coces), cuando, en pleno consejo y debajo de aquella lámpara pajarera, tan del gusto sarcástico de Guerra, tenía el presidente que darle un corte a algún ministro que ideara soluciones de risa. Lo fumigaba de esta guisa: "¡Así, Corcuera!" Y Corcuera, el hombre, llegó a pensar que pensaba. ¿Qué? Que, en cuanto a él se le ocurrió resbalarse por la vía de la indirecta, aquel espíritu elusivo, casi intelectual por refrenado, empezó a cuajar en la cima. La megalomanía tiene, de natural, esa cosa: halla al punto un estilo que se imagina contagioso.
Para prenombramiento, en fin, el del nuevo fiscal general del Estado, don Jesús Cardenal. Como en el Método CCC, una C (¿De aceite o de hado?) une a Conde, Corcuera y Cardenal. Este último, creyente de raíz y mesetario con carrera, no habla con la lógica sosa de un banquero en apuros ni con la sutileza revoltosa de un obrerete en globo. Este probo varón habla con precisión jurídica, deja el aceite en paz (para los santos óleos o para las torrijas) y se ciñe a expresar su malestar ante los homosexuales (no reprimidos, se entiende). Dicho así, hasta parece una manera de estar. Y de llegar a estar donde estará.
Así que así estamos. Somos los primeros que hemos legalizado el aceite en vena. ¿Nos llegará una plana de guiris drogadictos y melenudos? ¿Lo subirán de precio? ¿Aumentará en picor? ¿Crecerá en acidez? Y, sobre todo, ¿tendremos suficientes reservas con 900.000 toneladas?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.