Ingmar Bergman, Palma de las palmas de oro
El filme de Wenders 'El final de la violencia' cierra el multitudinario acto de proclamación
ENVIADO ESPECIALLa llegada de Jacques Chirac ayer a Cannes fue el definitivo empujón al colapso total que desde hace días amenazaba a la ciudad. Los 28 directores ganadores de palmas de oro que proclamaron por unanimidad a Bergman -ausente del acto y refugiado en su isla e Farö- el más grande de todos los creados de cine vivos y receptor de la Palma de las almas de oro con que este festival celebra su medio siglo, se concentraron acompañados por otros 104 cineastas, que han intervenido en filmes premiados en Cannes. Recibió el galardón Linn (hija del cineasta sueco y de la actriz noruega Liv Ullmann) en la culminación de la celebración, cerrada por el filme de Wim. Wenders El final de la violencia.
Salvo unos pocos indocumentados y el consabido puñadito de depredadores de famas que necesitan dar una nota discordante para poder darse a conocer, nadie con un mínimo de solvencia en los oficios de hacer y analizar películas ha discutido aquí la justicia e incluso la necesidad (ya que hace 15 años Ingmar Bergman se retiró del cine y se aisló cerca de Estocolmo) de este concluyente reconocimiento al portentoso hombre de la escena, la escritura y el cine suecos, cuya obra es una de las cimas del arte y la imaginación de este siglo.El obstinado retiro del octogenario Bergman, que él atribuye a los años y al cansancio, tiene que ver con los derroteros por donde se orienta el grueso del cine actual, y él así lo ha reconocido cuando, a raíz de la muerte del cineasta ruso Andréi Tarkovski, dijo que le consolaba de tal pérdida que éste "se librase de ser testigo de la degradación que se avecina a un arte por el que sentía un amor cercano a la pasión, en su sentido más profundo y delicado". A la luz de su idea, la negativa de Bergman a estar presente (y así dejarse utilizar como coartada) en ésta su canonización, adquiere una diáfana y grave coherencia.Peleas
Bergman participó por primera vez en las peleas de Cannes en 1947, con su película primeriza Espejo eterno. Diez años después participó con El séptimo sello, ganó el premio del jurado y conmovió al cine de todo el mundo, hasta el punto de que una antítesis suya de ahora, Schwarzenegger, le rinde homenaje en la trivial El último héroe. En 1973 se estrenó aquí la gran Gritos y susurros; en 1975, La flauta encantada; y en 1984 (dos años después de Fanny y Alexander, su última película) el testamentario telefilme Tras el ensayo, su último trabajo tras la cámara.
Nunca obtuvo Bergman una Palma de Oro, pese a que entre sus 40 largometrajes se cuentan obras esenciales, como (además de las citadas) Sonrisas de una noche de verano, El manantial de la doncella, Las fresas silvestres, El silencio, La vergüenza. De ahí que esta Palma tenga algo de ecuación de desagravio de este colosal europeo con el último coloso del cine europeo, un gigante del arte de este tiempo, que apura hasta el último instante de su energía y su fertilidad y no acepta que nada ni nadie -por Chirac que sea, y al viejo y hosco cineasta nunca le gustaron las gentes investidas de poder: "Me ponen enfermo", dijo de ellos- perturbe ese silencio cuyos rincones tantas veces exploró con su cámara, con lentes como taladros.Wim Wenders, que hace tres décadas era un niño prodigio en busca de hueco bajo la sombra de Bergman, se encargó ayer de dar, con la proyección de El final de la violencia, el toque de huida de la entronización de su maestro. Es un secreto a voces que Wenders, que hizo películas frescas y entrañables -Alicia en las ciudades, En el curso del tiempo- en esa etapa de infancia de su cine, ha derivado en la madurez al acartonamiento y la oquedad. No es ésta una excepción.
El final de la violencia, una especie de thriller metafisico, tiene escenas dignas del mejor Wenders, que filma con tiralíneas, pero que cuando le entra la vena trascendental y le da por pensar, no filma sino defeca.Tonterías
Su película es una maravilla de diseño, de encuadre, de cadencia y de organización de imágenes, pero en éstas hay veces que saltan afuera comportamientos y diálogos que son insuperables memeces, tonterías memorables.
Y, una vez más, Wenders demuestra que es compatible ser un estupendo director de películas y ofrecer síntomas irrefutables de escasez de masa encefálica, con lo que está contribuyendo de manera impagable a desmitificar una profesión llena de mitos, uno de los cuales consiste en considerar que dirigir películas y ser inteligente van siempre juntos en el mismo saco, cosa que este simpático y bonachón cineasta (como tantas eminencias de su oficio) desmiente con exactitud completamente alemana.
Babelia
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