La angustia del gorila
Íbamos por La Croissette, Guillermina Motta y yo, una noche de primavera, camino de la pensioncilla en Cannes, contentas como peces en libertad -principios de los 70: estábamos en Francia-, cantando cualquier cosa ingenuamente subversiva que se nos ocurría. Al gritar, a dúo, "Visca Catalunya lliure!", un orondo personaje volvió la cabeza y, dejando paso a su sonrisa de cuáquero seducido por la gula y otros placeres, completó la frase: "Visca Catalunya, lliure i socialista!". Así que nos echamos a reír, algo azoradas. Era Marco Ferreri, y con él paseaban Marcello Mastroianni y Ugo Tognazzi. Pocas horas antes se las habían visto con la crítica cursi y heterodoxa, tras la proyección de La grande bouffe, un canto de hedonismo y muerte y amistad que los torturadores de ocas en busca de paté consideraban -y lo era- excesivamente escatológico. Una facción del público y la prensa nos habíamos decantado a favor de la película, que indagaba, como siempre hizo Ferreri en su larga y última etapa, en la soledad del macho, sin hipocresías.Ferreri, mucho antes de que el término se acuñara, era irremediable y grandiosamente políticamente incorrecto. Amaba a las mujeres aunque no las entendía, y se angustiaba porque veía, con lucidez de anacoreta -más bien de epicúreo extremo: era su forma de vivir y arrojarse a la muerte-, que el futuro no estaba escrito en masculino. Sus películas, sobre todo a partir de El semen del hombre y muy especialmente de La cagna, giraron en torno a tal obsesión, casi metafísica, y a la asociación comida/sexo que acabó conduciendo su obra hacia un interesantísimo, aunque anticomercial, callejón sin salida.
Quizá, más que un cineasta, era un pensador. Una de sus últimas películas, del 86, sintetizaba el nudo de su pensamiento único y final, de su decepción acerca del hombre moderno, de su profundo conocimiento de la imposibilidad de establecer relaciones de pareja: fue I love you, en donde Christopher Lambert se resignaba a hacer el amor con un silbato. La siguiente, Los negros también comen, aunque vilipendiada y un poco de brocha gorda, resultó una premonición de la actitud actual del primer mundo hacia las hambrunas africanas. Antes, con Mastroianni, había rodado en Nueva York la solitaria aventura de un hombre y un gorila, su ancestro, su pasado, sumidos los dos en idéntica angustia. Aquella película, como Dillinger e morto, con Michel Piccoli, aburría de dolor: el dolor del macho de la especie que no entiende.
Y mucho antes, precisamente en los, años en que aprendió a corear la frase "Viva Catalunya libre y socialista" que pronunció en Cannes, dio al cine español, con la colaboración de Rafael Azcona, películas magistrales que honrarán su memoria para siempre. El pisito, Los chicos o El cochecito son y serán para siempre, sobre todo la primera y la última, ácidos retratos de nuestro país en aquel tiempo, durísimos alegatos contra la hipocresía, manifiestos goyescos contra el conformismo imperante.
Fui a París en el verano en que rodó No toquéis a la mujer blanca, el verano en que los tinglados de Les Halles cayeron por la dinamita para albergar, en el futuro, un megacentro comercial. Sus actores más queridos, Marcello Mastrolanni y Ugo Tognazzi, murieron antes que él. Quedan Piccoli, la Deneuve, la mujer de uno de los hermanos Taviani, que era sastra; y aquellas tremendas comilonas, aquellas cenas con que remataba una jornada de trabajo; Azcona, llegando presuroso al rodaje con cuatro folios; y las risas, sus complicidades de hombres, que nunca entendí. Y la seguridad de que, pese a todo, el mundo sería mucho peor sin su lúcido miedo de macho.
Raro como un perro verde, haciendo ver que dormitaba cuando hablábamos a su alrededor, a veces cruel, inesperadamente tierno. Único.
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