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GUERRA CIVIL EN ZAIRE

"Que venga pronto"

Vendedores de un mercado en la puerta de Kinshasa desean ver ya al jefe rebelde para recuperar la normalidad

Ramón Lobo

La Avenue Kianza, la puerta sureste de Kishasa, huele a agua estanca, perro sarnoso, paro y miedo. Más allá del estadio del Veinte de Mayo, donde Mohamed Alí maltrató al bueno de George Foreman en los años setenta, se extiende un arrabal de hojalata repintada, verjas anaranjadas y niñitos en calzón sucio con los ojos tristes de par en par. Al final de la calle, donde las casuchas a medio construir orean en sus hierros desnudos la ropa recién lavada, arranca una carretera polvorienta, bacheada y peligrosa que llega a Kenge y Kikwit, las dos últimas conquistas de Laurent Kabila.Engulu Kilonda, anclado a la sombra pegajosa de un gran camión amarillo, se sacude la mugre de unos mocasines descosidos con un cepillo no menos mugriento. "No hay trabajo", balbucea con un tono lastimero. "Desde el viernes ya no hay más viajes a Kenge". A su lado, el desdentado conductor Nlandu manosea un cigarrillo apagado, tal vez el último que le queda. "Imposible llegar, hay guerra. Es muy arriesgado intentarlo. Sólo queda esperar". Ambos desean ver pasar pronto a los rebeldes al otro lado de la sombra del camión, en dirección a Kinshasa. "Necesitamos libertad para poder comer", musita Engulu con sonrisa pícara, "libertad para trabajar Sólo eso".

El viaje en el Big House Deliver, el nombre del vehículo, dura un día hasta Kenge (277 kilómetros) y dos hasta Kikwit (500). Van casi siempre, junto a una pesada carga de leche, maíz o mandioca, una veintena de pasajeros dispuestos a tragar polvo y sol. Es el modo más barato de viajar a Kikwit. Sólo el equivalente a 3.625 pesetas. "En la ruta a Kenge hay por lo menos 12 controles militares", asegura Engulu. "En cada uno tenemos que pagar cinco millones de nuevos zaires [4.350 pesetas]; si no aceptamos nos quitan toda la mercancía". Con los pasajeros, los uniformados ablandan algo su apetito voraz: se conforman con la mitad de la mordida. "En un viaje de ida y vuelta, con buena carga, podemos ganar unos 2.500 dólares [unas 360.000 pesetas]. Si no hubiera que pagar a los soldados, el beneficio sería de 4.000", dice Engulu Kílonda, levantando cuatro dedos de la mano derecha.

Al otro lado, bajo una solana machacona y excesiva, unas mujeres envueltas en ropajes multicolores se afanan con gran habilidad en agrandar su contada mercancía. Así, una veintena de naranjas, enanas pueden ocupar todo un puestecillo. Agustine maneja un cazo de plástico mellado con el que realiza las cuentas del maíz. Uno casi a rebosar cuesta 70 nuevos zaires. La semana pasada, antes de la caída de Kikwit, su valor apenas llegaba a 55. A una saca grande se le pueden arrancar 100 cazos. Agustine, cubriéndose los labios carnosos con el revés de la mano, se niega a revelar sus beneficios. "Son secretos", dice. No quiere dar información a su atenta clientela. Al marcharnos, una mujerona grita: "Dígale a Kabila que venga pronto, le estamos esperando".

Más abajo, donde la Avenue se inclina, Celestin Kambo mantiene abierta su agencia Lojas con la esperanza de ver un fantasma. "No viene ya nadie por aquí. No hay servicio a Kenge. La guerra nos ha cerrado el negocio", afirma sentado tras una mesa de madera vieja que cruje con rozarla. En la pared verdosa, una ringlera de papeles fotocopiados con tinta débil anuncia los precios del viaje.

"El viernes dejamos de ir a Kenge; ahora sólo nos queda esperar a que termine la guerra y podamos volver a trabajar". Celestin dice que antes, hace un año, los controles militares eran media docena y se conformaban con mucho menos dinero. "A veces, a nosotros nos exigen hasta seis millones de zaires... ¡Terrible!". Tras meditar unos segundos, Celestín exculpa magnánimo a los depredadores. "Es lógico, no cobran sueldo. Espero que con Kabila esto cambie".

En la Avenue Kianza sobreviven 22 agencias de viajes como la de Celestin. Compiten en espacio con comerciantes de mercado negro que trafican con urinarios o venden neumáticos recosidos. También hay una farmacia de medicinas caducas que exhibe muy orgullosa un mural que reza "Beba Coca-Cola", empalidecido por siglos de horno exterior.

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"Antes, en 1991, éramos muchos más.... pero la mayoría tuvieron que cerrar", explica Celestín. "La crisis, ¿sabe?; hasta nosotros, los más pobres, tenemos a veces nuestras crisis, igual que ustedes, los blancos ricos de Europa".

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