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Guernica, la luz de la muerte

Antonio Elorza

Cuando, hace hoy sesenta años, el 26 de abril de 1937, los aviadores de la Legión Cóndor destrozaron Guernica con sus bombas no debieron ser conscientes de su condición de protagonistas en uno de los acontecimientos emblemáticos del siglo. La indiferencia era el rasgo común en los supervivientes de la hazaña que se asomaron a nuestros televisores, tiempo atrás, para declarar que ellos se habían limitado a cumplir con su deber y que atacaron objetivos militares. Seguramente, si el entrevistador les hubiera recordado que su acción fue propia de unos criminales de guerra nazis, lo habrían rechazado airadamente. Los avatares políticos de la posguerra se unieron a la larga supervivencia del franquismo para echar una cortina de humo sobre los datos esenciales: la responsabilidad de quienes vinieron a España, obedeciendo a Hitler, para cooperar con la insurrección contra un Gobierno legítimo y, por encima de todo, la puesta en práctica por vez primera de una forma de guerra en que la aviación servía de instrumento para sembrar masivamente la muerte entre la población civil, en una ciudad abierta.Es lo que supo expresar inmejorablemente Picasso con su Guernica, siguiendo la estela de otro gran grito de protesta pictórico, Los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya (por contraste con la rigidez panfletaria de su posterior Matanza en Corea). Sería inútil insistir sobre este punto si lecturas posmodernas del cuadro no tendiesen a poner en cuestión su historicidad, aduciendo la presencia de símbolos que Picasso emplea en otras obras de tema no bélico, cómo la lucha del toro y el caballo, o la falta de referencias directas al bombardeo; las llamas o las imágenes de muerte podrían corresponder a cualquier otro tipo de acontecimiento trágico. Frente a esta revisión en la lectura está el dato de la rápida respuesta de Picasso a la noticia de la destrucción, así como su propósito expreso de reflejar en el cuadro "mi horror frente a la casta militar que ha sumido a España en un mar de sufrimiento y de muerte". Por otra parte, no resultaba necesario incluir físicamente a los actores del bombardeo, del mismo modo que la presencia de Carlota Corday hubiera estado de más en La muerte de Marat, de David. Bastaba con un símbolo tan elocuente como la madre que clama contra el cielo con el hijo muerto entre los brazos para subrayar la barbarie de la matanza desde el aire; en los mismos días y con la misma intención, encontramos el tema de la mater dolorosa y las figuras que contemplan desesperadamente el cielo en otros artistas republicanos, como Luis Bagaría. Por fin, tampoco hacía falta incluir referencias concretas, como en el caso de Goya para fijar la localización de sus fusilamientos, ya que esa función la cumplirán el título del mural y el lugar de su exhibición. Al ser obvio el referente se hacía posible inscribir la representación en un marco más amplio, poniendo el acento sobre la amenaza de destrucción general que implicaba el militarismo fascista, sin por ello borrar el rastro de la corrida trágica que se estaba celebrando en España.

Jean Starobinski destacó el papel de la linterna que arroja luz sobre la escena de los fusilamientos en Goya. Lo mismo ocurre con los dos focos de luminosidad en el Guernica, y en particular con la lámpara que el brazo de una mujer sitúa en el centro del cuadro y que está presente en todos los bocetos: permite al menos que el episodio inhumano sea desvelado. No cabe olvidar que la oscuridad que envolvió al genocidio armenio fue un aliciente para que Hitler decidiera el exterminio de los judíos y por algo el franquismo hizo en este caso todo lo posible para enmascarar lo ocurrido. Sirviéndonos de la etimología de la palabra vasca utilizada para designar la luna, illargia, podríamos decir que la luz de la muerte surge como reflejo de la destrucción de Guernica, para todos aquellos que quisieran verla e intentar conjurar una catástrofe inminente.

La misma luz que recae sobre el general Franco, protagonista encubierto de la matanza. La muerte desempeñó siempre un papel central en la mentalidad de Franco: sólo hay que recordar que en su filme-manifiesto, Raza, todos los protagonistas masculinos mueren de un modo u otro, incluido el principal que es rescatado tras su fusilamiento mediante una oportuna resurrección, tomada del episodio real acaecido al escritor falangista Rafael Sánchez Mazas. De cara al adversario, la muerte se asociaba para Franco con la ejemplaridad y en este sentido, la destrucción de Guernica encajaba perfectamente con la necesidad de doblegar la voluntad de resistencia del Gobierno vasco. De un lado, suponía la destrucción de un símbolo sagrado para el nacionalismo. De otro, constituía la advertencia de que Bilbao sería también arrasada de ser mantenida la alianza con la República. Y el mensaje fue escuchado. El libro del sacerdote nacionalista Alberto de Onaindía y las investigaciones de José María Garmendia completan un relato cuyo punto de arranque, en cuanto a negociaciones para la rendición con los italianos, se sitúa a poco más de dos semanas de distancia del bombardeo, el 11 de mayo de 1937. Como resultado de esa actitud, primero Bilbao y su industria pasarán intactos a Franco, permitiendo su inmediata reutilización, y luego, tras una serie de gestiones en que la dirección del PNV prescinde del propio Gobierno vasco, las tropas nacionalistas facilitan la ofensiva de Franco sobre Santander y acaban encerrándose en Santoña al confiar equivocadamente en la protección italiana. El ejemplo dado en Guernica resultó así altamente rentable a la hora de precipitar la caída del frente norte republicano.

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Guernica fue asimismo el banco de pruebas para comprobar cómo el modo de gestión del general se inspiraba en los principios de la guerra sucia, en el saber manera que aprendiera durante su experiencia africana. Franco nunca reconoció la responsabilidad de la acción genocida sobre Guernica. "Los rojos la incendiaron, contesta en julio de 1937 al corresponsal de un diario inglés, como Oviedo en 1934 y 1936, y lo mismo que Irún, Durango, Amorebieta, Munguía y muchas ciudades durante esta campaña". "Los rojos destruyeron a Guernica premeditadamente y con fines de propaganda", declara a otro corresponsal, esta vez de la United Press. "La aviación nacionalista nunca ha bombardeado ciudades abiertas de retaguardia", insiste. Es la versión oficial que el franquismo mantendrá durante décadas, contra toda evidencia, mostrando hasta qué punto la mentira y la represión eran piezas claves de su arsenal político.

Ocurrió, sin embargo, que, como en tantos otros designios de destrucción franquistas, los resultados acabaron siendo opuestos a los perseguidos. Aunque pésimamente coordinadas, desprovistas de aviación y traicionadas en momentos cruciales, las unidades vascas conseguirán hasta la caída de Bilbao con su tenaz defensa hacer de la derrota una victoria moral sobre el adversario, constituir un capital político de cuya persistencia dieron fe los resultados en las primeras elecciones democráticas de 1977. Los gudaris de distinta ideología habían fundido los gritos de ¡gora Euskadi!" y de "¡viva la República!" en la resistencia antifascista, y, desde ese momento, por encima de las valoraciones relativas a los comportamientos políticos de cada uno, la construcción nacional vasca se convirtió en algo inseparable de la aspiración democrática en España. El impulso unificador y universalista, a partir de la identidad vasca, vinculado al símbolo de Guernica, se encontraba ya en el canto de Iparraguirre y se vio trágicamente confirmado por la destrucción de 1937. No se ha extinguido por completo. Con las dificultades conocidas, cabe percibir su presencia en el marco normativo de la autonomía, el Estatuto de Gernika, a cuya sombra gobiernan en alianza, ciertamente no muy sólida, los mismos partidos que protagonizaban el autogobierno vasco aquel 26 de abril. Aun cuando el peligro fascista esté hoy dentro de Euskadi, la luz procedente de aquella muerte es también una luz de esperanza.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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