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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Al asalto

EL EJÉRCITO peruano ha actuado de forma expeditiva contra los miembros del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA). La operación de asalto a la Embajada japonesa en Lima, que ocupaban desde mediados de diciembre, se ha saldado con la liberación de todos los rehenes excepto uno, que resultó muerto, al igual que dos soldados y los 14 secuestradores. De haberse producido un mayor número de bajas entre los reheríes, la valoración del asalto hubiera sido bien distinta de la globalmente positiva otorgada por la mayoría de los Gobiernos y la opinión. Pero el caso es que ha logrado sus objetivos. Como en los secuestros de aviones y otras situaciones de este tipo, las dos prioridades eran liberar a los rehenes e impedir un éxito del acto terrorista que pudiera crear precedentes y fomentar emulaciones. Es de esperar que lo ocurrido sirva para disuadir a quienes, en Latinoamérica y en otras partes, quieren seguir haciendo política a punta de pistola.Tras 126 días de un secuestro que comenzó con casi cinco centenares de rehenes y prosiguió con repetidos intentos de buscar una solución pactada, el asalto duró apenas 40 minutos. Habrá que esperar a disponer de todos los datos antes de emitir un juicio más definitivo sobre la decisión de Fujimori de optar por una salida que inevitablemente implicaba el riesgo de pérdida de 'vidas humanas. La muerte de todos los secuestradores abre interrogantes que el Gobierno peruano habrá de aclarar. Especialmente tras la declaración de principios de una fuente gubernamental en el sentido de que "en operaciones militares no se hacen prisioneros". El Gobierno español, por boca de su vicepresidente, Francisco Álvarez Cascos, se hizo positivo eco de esa inquietud al manifestar que la noticia de la liberación de los rehenes "viene empañada por la existencia de víctimas".

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Casi todos los secuestradores de la embajada fueron abatidos cuando estaban desarmados
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La eufórica reacción de Fujimori durante y tras la operación avala la sospecha -anterior al desenlace- de que quien ya demostró su talante autoritario con el autogolpe prefería un desenlace por la fuerza, aunque resultase cruento. Preferencia en el sentido de que ello reforzaría la imagen que le interesa acreditar para justificar retrospectivamente su trayectoria, incluyendo los aspectos más oscuros de la misma, siempre justificados por referencia a la amenaza terrorista. Queda, por tanto, la duda de si hizo todo lo posible en la búsqueda de una salida que, sin comprometer gravemente la autoridad del Estado, hubiera evitado el derramamiento de sangre. Pero frente a esa duda existe la certeza de la intransigencia del grupo secuestrador, que planteó condiciones de imposible cumplimiento -la liberación por las buenas de los más de 400, presos del MRTA- como condición para liberar a los rehenes. Tuvieron en su momento la posibilidad de salir del país y lograr así la impunidad por un hecho tan grave como mantener secuestradas a decenas de personas durante meses. Desaprovecharon su oportunidad, y con ella la de que la opinión, interior e internacional, hiciera suyas reivindicaciones muy defendibles, como la del respeto a los derechos humanos de los presos.

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Las motivaciones de Fujimori para ordenar ahora el asalto pueden ser varias. Por un lado, las negociaciones habían quedado de nuevo atascadas y la perspectiva de un empantanamiento indefinido de la situación era difícilmente asumible. Pero, además, el coste político del secuestro comenzaba a crecer para el Gobierno peruano. Los problemas internos en las fuerzas de seguridad habían aflorado, y la revelación de diversos escándalos sobre torturas y ajustes de cuentas internos, con asesinatos incluidos, amenazaba con crear una grave situación para la estabilidad de Fujimori. La semana pasada se había visto obligado a relevar al ministro del Interior y al jefe de la policía.

El desenlace del secuestro no debe llevar a olvidar, sin embargo, esas denuncias de trato inhumano en las cárceles, ni tampoco los escándalos surgidos sobre el funcionamiento de las fuerzas de seguridad o las carencias en el respeto a los derechos humanos. Fujimori tiene ahora una buena oportunidad de utilizar su reforzada autoridad para acometer los cambios necesarios, en las prisiones y en la policía.

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