Conocimiento prohibido
ANTONIO MUÑOZ MOLINA¿Es lícito saberlo todo, atreverse a todo? La pregunta, en estos tiempos, parece innecesaria, incluso ridícula. Los descubrimientos científicos y los avances de la tecnología sugieren un progreso constante que no sólo es inevitable, sino que además forma parte del orden natural de las cosas. El arte, desde la irrupción de las vanguardias, ha tomado del lenguaje de la ciencia la idea de la experimentación permanente, llegando a la paradoja de que se ha instituido lo que podría llamarse un conformismo o un academicismo de lo experimental, así que la provocación y la acomodación son simultáneas, y hasta indistinguibles. Un cuadro pintado al óleo, por ejemplo, tendrá serias dificultades para ser aceptado en una exposición de tendencias últimas: un pollo con o sin la cabeza cortada, o un individuo que se practique incisiones en la piel delante de una cámara de vídeo, son sin embargo tan indiscutibles, tan absolutamente canónicos, como podía serlo hace cien años una alegoría en mármol del comercio marítimo.
La ortodoxia aceptada nos dice que no puede haber límites para la heterodoxia, que todo nuevo saber, todo atrevimiento, lo mismo en el arte y en la ciencia que en nuestra propia vida, es legítimo y enriquecedor, puede ser comprendido, explicado, aceptado. Un indicio de esa ortodoxia intelectual es la canonización del marqués de Sade, a quien llamó Guillaume Apolinaire "uno de los espíritus más libres que han existido nunca", y de quien dijo Paul Eluard que era "más puro y más lúcido que cualquier hombre de su tiempo". Georges Bataille, que tuvo aquí mucho prestigio hace años, despreciaba la reivindicación del marqués de Sade que hacían los surrealistas, que según él se limitaban cobardemente a disfrutar imaginariamente de sus excesos en lugar de practicarlos. Se ve que el ídolo de Georges Bataille debía de ser el doctor Mengele.
Todo esto forma parte de una opinión intelectual establecida que nadie que se considere a la altura de los tiempos se atreve ni un instante a poner en duda. ¿No hemos heredado de los célebres graffiti de mayo del 68 aquella jaculatoria de "prohibido prohibir". Las jaculatorias, como las máximas del catecismo, ni se ponen en duda ni se someten a reflexión, así que por eso resulta tan sorprendente la aparición de un libro como Forbidden knowledge, de Roger Shattuck, que es profesor de Literatura en la Boston University, y que ha llevado a cabo, en más de trescientas páginas densas de sabiduría, de irreverencia intelectual, de intuición estética y de coraje moral, la tarea de rastrear en las literaturas y en los mitos la interrogación siempre repetida sobre los límites del conocimiento y de la experiencia humana, la genealogía simultánea del atrevimiento y la precaución.
Roger Shattuck viaja con sagacidad y exactitud del fuego de Prometeo y la caja de Pandora al laboratorio del doctor Frankenstein, a las investigaciones sobre la bomba atómica o sobre el ADN, a la beatería intelectual francesa hacia el marqués de Sade, a una película de Woody Allen, al relato de los crímenes de Ted Bundy, asesino en serie norteamericano que tenía como lectura predilecta los libros de Sade y coleccionaba obsesivamente películas de pornografía violenta. Shattuck no es un profesor embalsamado en sus erudiciones universitarias: en los años sesenta participó en las marchas por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam, y guarda un recuerdo conmovido de los dicursos de Martin Luther King. En 1945, a los 22 años, era piloto de un avión de guerra en el Pacífico. A principios de aquel verano supo que iba a participar en el asalto a Japón, y que probablemente moriría en combate: el alto mando preveía un 50% de bajas entre los aviadores. Un día llegó por sorpresa la noticia de que no habría invasión, porque los japoneses se habían rendido. "Las bombas atómicas arrojadas sobre Japón probablemente me salvaron la vida", escribe, con el remordimiento y el alivio todavía intactos, medio siglo después. Aquel mismo verano del 45 Shattuck cuenta que sobrevoló en su avión las ruinas de Hiroshima. De entonces procede su insistencia en esa terrible pregunta que ya nadie quiere hacerse, pero que no ha cesado desde los testimonios más antiguos de la experiencia humana, desde la tentación de Eva por probar la fruta del árbol de la ciencia y el ansia de Ulises por escuchar el canto de las sirenas hasta el momento en que uno de los científicos responsables de la bomba atómica, J. Robert Openheimer, escribió citando un poema hindú: "Ahora me he convertido en la muerte, destructora de mundos".
Pero Roger Shattuck no es un reaccionario hostil a la ciencia, ni un enemigo de la libertad de expresión o de costumbres: lo que hace en Forbidden knowledge es examinar desde muy cerca las narraciones de la literatura y las consecuencias muchas veces imprevistas o simplemente incalculables de la ciencia y de sus aplicaciones tecnológicas, en busca de una evaluación justa de los actos humanos, de los límites entre la libertad personal y el daño a los otros, de una dilucidación de la responsabilidad de cada uno en aquello que hace, que escribe, que investiga o descubre. El delito del doctor Frankenstein no es tanto fabricar una criatura monstruosa como desentenderse irresponsablemente de ella. Ni el científico ni el escritor viven, aunque quieran, en lo que Shattuck llama "un territorio moralmente libre de impuestos", y la literatura o el cine están tan lejos de la inocencia como la investigación científica. La vindicación literaria de Sade coincide con la institucionalización del sadismo como instrumento de control político y exterminio de masas. "Una lectura fundamentada de la historia apunta al hecho de que las más poderosas naciones de la Tierra han producido inconcebibles armas de destrucción al mismo tiempo que han desarrollado una cultura mediática que se recrea en imágenes de violencia destructiva", escribe Shattuck en la primera página de su libro. Leo hoy el periódico, donde se habla de una red de desalmados que comerciaban en la pornografía del sufrimiento infantil, y de un gamberro fascista que mató a alguien aplastándole la cabeza a patadas, y me parece aún más urgente que este libro de Roger Shattuck se publique entre nosotros. Nadie va a encontrar en él respuestas indudables, pero sí una serie de preguntas que ya no es posible seguir aplazando, seguir escondiendo por más tiempo.
Babelia
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