¡Vaya año!
¡Vaya año que nos espera! Aunque sólo, han pasado 13 semanas, ya está claro que 1997 va a ser un año apasionante para Europa. Y en esta ocasión no se trata de acontecimientos imprevisibles, como fue el derrumbe de la Unión Soviética, sino de decisiones que tienen que tomar un puñado de personas, políticos y agentes económicos, más o menos a fecha fija.En teoría, la famosa aldea global debería permitir que, por una vez, las opiniones públicas intervinieran en el proceso. Es como si el público hubiera podido ser informado en directo del comienzo de la revolución industrial o hubiera asistido, sentado en primera fila, a las discusiones en las que los vencedores de la II Guerra Mundial decidieron cómo iba a ser el mundo.
En la práctica, está por ver que esa extraordinaria capacidad sirva realmente para ayudar al ciudadano a formarse una opinión propia. Sirva por lo menos para tenemos advertidos. Lo que se decida este año lo vamos a disfrutar, o a sufrir, durante mucho tiempo.
Por una parte está la ampliación de la OTAN a paÍses del centro de Europa, que parece una decisión puramente política, pero que tiene enormes implicaciones económicas: afectará a las relaciones de Europa con Rusia y al papel de ésta en el futuro. De si se amplía o no, depende también la posibilidad de una nueva carrera de armamento entre países recién incorporados a la democracia liberal y el modelo de relaciones entre Europa y Estados Unidos.
Por otra parte, está el propio futuro de la Unión Europea. Formalmente, el número de países que formaran parte de la primera etapa de la moneda única no se sabrá hasta el primer semestre de 19%, pero lo más probable es que los mercados no aguanten esa incertidumbre y en este mi mismo año quede ya claro si el proyecto sigue adelante sin vacilaciones y, en ese caso, quién se sube al carro.
La construcción de Europa ha tenido siempre una cierta imagen de asunto cedido a tecnócratas y burócratas, pero en esta ocasión se trata de decisiones políticas, en el sentido más clásico de la palabra: la forma en la que se van a regir los asuntos públicos. De lo que se decida este año pueden depender los impuestos que vayan a pagar quienes cobran un salario y quienes mueven enormes capitales, y, consecuentemente, el dinero que habrá para pensiones, sanidad o educación; el precio de la hipoteca del piso o la renta de los agricultores; la posibilidad de que las regiones (o países) menos ricos se acerquen a buena velocidad a la media europea o se resignen a dar pasitos. Por no hablar de la forma en la que los ciudadanos puedan, o no, ejercer un cierto control democrático sobre esas decisiones.
Lo que ese pequeño grupo de personas va a decidir este año no son cuestiones técnicas, sino las bases políticas de un modelo de sociedad. De lo que ellos discuten es de pura política, y de eso, afortunadamente, sabemos todos. Lo único que necesitamos es información. Y quienes están obligados a dárnosla son los políticos.
Los ciudadanos tenemos derecho a una campaña informativa en la que se explique lo que está en juego. Por lo, menos, tanto derecho como los bancos y los representantes de los mercados financieros, que están ya recibiendo puntualmente información y apoyo. Nadie podrá reprochar al Banco de España que no esté cumpliendo con su obligación: son los únicos que han mantenido a lo largo de 1996 decenas de reuniones informativas. Incluso han editado un excelente libro, La unión monetaria europea: cuestiones fundamentales (Madrid, 1997), destinado a ese público especial. Quizás los españoles no disfrutemos nunca de un programa tan intenso como el preparado en Francia -que arrancará en mayo y que, escalonadamente, llegará hasta a las escuelas-, pero sería lamentable que alguien pensara que sólo merecemos una campaña propagandística chapucera, puesta en marcha después de entrar en el euro.
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