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La voz cantante

Vicente Molina Foix

No se explica por qué tantos aficionados a la música desprecian el cine musical. La explicación más rápida -el musical sería a la música lo que el dibujo animado es a la pintura- se queda corta, porque la música, la historia de la música, no está hecha de óperas de Wagner, de cantatas de Bach, de canciones de Mussorgsky o de madrigales de Monteverdi; no sólo. La música ha tenido siempre, en el reverso de sus grandes programas y ambiciones, su propia ligereza ocasional, su afán por divertir o hacer bailar, y cuando el cine se hizo sonoro era obvio que las artes musico-teatrales de Offenbach y Sullivan, de la familia Strauss, el maestro Bretón, Gershwin y otros genios de lo que el poeta llamó "música achampanada" ocuparían un hueco en la pantalla.Estos días, gracias a Woody Allen, el musical ha adquirido respetabilidad intelectual, y a mí, gustándome pese al disparatado título castellano su película Todos dicen I Love You, me molesta un poco la operación. Me molesta que Allen homenajee al género mofándose de sus excesos y pegando, como se dice en inglés, la lengua a la mejilla para asegurarse de que entendemos su burla, aun cuando el resultado final, casi diría yo que a pesar suyo, sea una buena película musical. Mucho más me molesta la coartada que esto facilita a los despreciadores, quienes aceptan que los actores rompan a cantar en medio de una tienda o se enlacen las cinturas y bailen junto a un Sena apoteósico porque el truco es de Allen y encima lo hace con guiños. Estoy seguro de que ninguno de esos altivos allenígenas que creen en el musical según San Woody se han molestado en ir a ver Evita, bastante mejor ejemplo de lo que este noble género ofrece cuando tiene dinero, artistas, una historia y buena música.

El musical, como la ópera (pero esta comparación tampoco es para puristas) nace de una exacerbada falsificación de la realidad y es por ello, dentro de un arte de lo verosímil como el cine, su género más radical, más supremamente artístico. Fundiendo -gracias al movimiento alado, inmotivado, de sus bailarines, al punto acartonado y chillón de sus escenarios de sueño, a la palabra corriente transformada de súbito en canto- los signos del lírico con las cifras del músico, me atrevo a afirmar que cuando Nietzsche, en un célebre pasaje de El nacimiento de la tragedia, decía que "cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando", el filósofo no sólo anticipaba el gran momento dionisíaco del cine de los Donen, Minelli, Kelly o Berkeley, sino que adivinó con una precisión oracular la escena de Bodas reales en que a Fred Astaire se le quedaba estrecho el suelo de la tierra y seguía bailando su felicidad por las paredes y el techo de la habitación.

El relativo fracaso comercial de Evita posiblemente tenga que ver con su mejor cualidad; al ser la película enteramente cantada, al modo ortodoxo e inverosímil de la ópera, Alan Parker se acerca al paroxismo de esas obras de musicalidad total, Los paraguas de Cherburgo o Una habitación en la ciudad de Demy, Corazonada de Coppola, Le bal de Scola, reconocidas siempre como productos de un genio que el paladar general encontró excesivamente rico en armonías. Quizá ahora el cine musical volverá a ser chic, o popular, aunque lo más interesante sería que quienes de antemano le cierran ojos y oídos se abriesen a la evidencia de su incomparable y frenética intensidad emocional; la de un arte, y volvemos a Nietzsche, en el que "quedan rotas todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la moda insolente han establecido entre los hombres".

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