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Tribuna
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Un tío con suerte

¡Albricias, soy un tío con suerte! En el mundo hay cerca de 6.000 millones de seres humanos, el planeta se divide en zonas de muy desigual prosperidad, expectativa vital y comodidad de desempeño. Y, teniendo en cuenta que el nacer -lugar, ocasión y tiempo- es la menos democrática de las decisiones, si echo una mirada al globo terráqueo, resulta que he ido a caer en su segmento occidental, la parte más económicamente desarrollada, socialmente equilibrada y políticamente correcta del universo.Es verdad que ingentes pecados históricos agobian las espaldas del gentío occidental., como la explotación del hombre por el hombre, un sinfín de guerras intestinas y un buen surtido de genocidios, mas, a las pruebas me remito si digo que, puestos a escoger, la práctica totalidad de los neonatos preferirían aterrizar en este solar que antes que en cualquier otro de los adyacentes. Pero eso es sólo el principio.

Si escruto la parcela de mi alumbramiento, capto que es Europa. La suerte me acompaña. El Viejo Continente es la cuna de todas las invenciones, el que ha exportado al mundo lo que de más precioso tiene, el que fraguó la democracia y ordenó un espacio socio-político que mantenía a raya a la barbarie. Nadie es perfecto, puesto que el colonialismo, el nazismo, la Inquisición y los nacionalismos constituyen la carga del hombre blanco. Pero ¿es que alguien desearía otro color?

Acercando mejor la lupa de mi vida, veo además que no sólo se trata de Europa, sino de la parte que tiene por antepasado al Imperio Romano. Europa no es un todo de piezas intercambiables, sino una creación inmortal que hizo del legado griego una pedagogía romana del derecho, trazó vías de comunicación y construyó poderosos aparatos militares. Los que venimos de esa cuna iniciática somos más y antes europeos que la gente del frío, a la que hubo que enseñar que ser vikingo o vecino de Teutoburgo no es, necesariamente, el último grito. Es cierto que la reforma protestante y su vinculación con el mundo moderno es cosa de ellos, pero es que nunca se puede tener todo.

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Pero no sólo estamos hablando del imperio en general, sino de aquella parte que llamamos el Imperio Romano de Occidente, donde se ha hecho un anchuroso surco la comunidad de pueblos latinos. Por supuesto que todas las culturas tienen idéntica legitimidad, como establece el profesor Quintana, y que los anglosajones y los germanos saben mucho de empirismo político, música y filosofía, pero, si me dan la opción, prefiero el mundo latino, en el que todavía hay cafés a la vera del agua, donde el personal dialoga y se toca al hablar, donde las ciudades se ilustran de paseantes y el clima casi siempre permite vivir -y hacer- la calle.

La cosa, sin embargo, está muy lejos de acabar ahí. De todo el mundo latino a mí me ha tocado la península Ibérica. Los franceses hablan mejor, sin duda; los italianos nos desbordan en agudeza, y los peninsulares cargamos, por añadidura, con un vasto lote de desgracias. Pero, acaso, como prueba el turismo internacional, ¿no es éste el mejor clima del mundo? ¿No medra una latinidad de la latinidad, forjada de reservada pero cordial compostura, de capacidad para llegar hasta lo próximo y, sin embargo, ajeno, en esta parte del planeta?

Sigamos, pues, el recorrido. Respeto y admiro a Portugal, redoma de dignidad y sencillez que huye siempre del alarde, pero, quizá, las brumas del Atlántico, la relativa estrechez de su plataforma continental, su hermanamiento con potencias del Norte más hurañas, lo hacen ámbito menos propicio para lo expansivo que el que hallamos en su vecina mayor. Y la verdad es que una España ya felizmente fugada del subdesarrollo, educada por su propio horror para no reincidir en sangrientos desmanes personales, es un lugar muy rico para para chutarse desde el seno de Abraham. ¡Esto es que va de cine! Este país que me ha tocado en suerte es, por añadidura, como se ve y se oye, enormemente variado de pose y condición; antes se hablaba de los pueblos y de las tierras de España para mitigar, en un capcioso totum revolutum, el alcance de esas diferencias, y ahora hay quien habla de plurinacionalidad como si esto fuera un mecano, modalidad helvética, o una olla podrida de güelfos y gibelinos como Bélgica.

Y resulta que, en el colmo de las albricias, la Providencia me depositó en Cataluña, esa parte de España que fue imperio antes que nadie en el Mediterráneo cristiano, que cuando llegó la hora de hacer patria vivió estudiosa bajo la Marca carolingia, de lo que le debió quedar una querencia muy especial por Europa. Su desarrollo, a través de un feudalismo muy serio, que no conoció el resto de la Península, contribuyó a facilitarle un acceso natural a la modernidad mucho antes que a sus paisanos mesetarios. Hasta Indíbil y Mandonio parecían menos hirsutos en Cataluña.

De eso se dedujo un conjunto armonioso, ameno y bien armado, gustosamente repartido entre Mediterráneo y terra ferma, que es como tener un poco de todo lo español y estar muy próximo a todo lo europeo. Pero Cataluña también es plataforma de particularismos, o especificidades diversas. No es lo mismo, aunque no por ello mejor o peor, amerizar que aterrizar, proceder del Pirineo que de la crüilla tortosina. Así que el gordo me ha caído con ser de Barcelona.

No es porque fuera Cervantes, pero el manco tenía razón. Cortesía en su sitio sin llegar al oui monsieur, merci monsieur aceitando cada frase; mar y montaña, o sea, dos ambientes en una misma ciudad; ideal griego de la distancia máxima que el hombre puede recorrer en una jornada marcada por la luz solar; atalaya para contener la urbe de un solo abrazo en la mirada, y encima ' ese deslizarse de la Bonanova a las Ramblas. Desde Barcelona se ven Eiffel y Piccadilly, la Ciudad Eterna y la Casbah de Argel. Lo que en realidad queda a trasmano es el oso y el madroño.

Uno ha creído siempre que el hecho diferencial era básicamente que en Cataluña casi todo es mejor. Y relativizaba cada día más, porque uno viaja, y, para hechos diferenciales, el Perú, sin ir más lejos, que no hay más que salir a la calle y preguntarse qué tienen que ver entre sí, los personajes que desfilan entre chamarilería de fortuna y Banco de la República, excepto una abstracta referencia a Ayacucho, o un japonés-presidente que dice que es la síntesis de todos ellos.

En cambio, en Cataluña y en el resto de España, los contables o los agrimensores tienen el mismo aspecto, parecidísimo nivel de vida, se apasionan por un igual por el fútbol -¿será el Barca el hecho diferencial?-, se compran la misma nevera e idéntico coche, y su universo exterior se parece como una gota de agua a sí misma. Pero una parte de esos contables o agrimensores hace todo ello en catalán. A mí no me parece gran cosa como diferencia.

Y, a partir de ahí, el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, y lo que representa sirven aviso de que Cataluña, su Cataluña, no necesariamente la del abuelo del alcalde de Barcelona, sigue sin encontrar su sitio en España. Y aparte de que es pacio se le ha dejado bastante desde que hay democracia en este país -sensiblemente más que cuando la República-, continúa sin decirnos qué es lo que le falta.

Estamos aún ante un mero mot de passe, el. reconocimiento del carácter plurinacional de España. ¡Hombre, dígalo ya de una vez!; o sea, que Cataluña ha de poder pactar de igual a igual con España -no el resto de Espana- la forma en que quiere convivir con los españoles; que la soberanía no es de todos los habitantes de España, exclusivamente encarnada en unas instituciones comunes, sino -ab origine- de alguna de sus partes: como Cataluña, sin duda, y que los españoles se la distribuyan como quieran; y, finalmente, que su Cataluña está dispuesta, si los términos le convienen, a ceder una parte de esa soberanía a ejercer sobre asuntos comunes para formar una España, SA, como ya proponía un autor catalanista de los tiempos republicanos.

Separada, pero dentro de algo que se seguirá llamando España; diferente, pero no independiente.

¡Y yo que estaba convencido de que tenía tanta suerte de ser catalán y español al mismo tiempo, pero sobre todo ibérico, mediterráneo, latino, europeo y panhispánico, bastante bilingüe y bien instalado en el mejor rincón del mundo, alejado de todos los problemas de cualquier peruanidad y producto de un tejido suficientemente común al que pertenecer para salirme del mismo, hacia el infinito! Pues, no. La Cataluña de Pujol aún busca su sitio y amenaza con dejarme sin el mío.

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