Cuento de primavera
Érase una vez una ciudad en la que los árboles crecían libremente. Sólo si alguna rama molestaba en la cabeza a los paseantes o intentaba entrar por la ventana de alguna casa, se podaba con cuidado para no dañar su salud ni su aspecto.Pero a esa ciudad llegaron unos señores que pensaron que los ciudadanos debían notar que mandaban y la emprendieron con todo bicho viviente: quitaron las fuentes públicas, redujeron las aceras, abrieron la tierra para construir túneles inservibles, plagaron las calles de horribles artilugios que impedían el paso y decidieron podar todos y cada uno de los árboles que hasta entonces habían ornado la ciudad.
Y así, aquellos gigantes que embellecían las aceras, dando sombra a los paseantes, vieron sus ramas cercenadas con saña e ignorancia, y donde ayer extendían sus hermosos brazos plagados de hojas hoy mostraban sus muñones doloridos y grotescos. Y este dolor y esta fealdad les gustaban mucho a los señores que mandaban y lo repetían cada año.
Los habitantes de esa ciudad sabían que llegaba la primavera porque un gran almacén se lo anunciaba en enormes carteles, y conocían que llegaba el otoño porque los señores que mandaban tiraban desde unas avionetas trocitos amarillentos de papel que, vistos en conjunto, parecían una inmensa lluvia de caspa-
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