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El llanto consolador

El cine aprendió casi recién nacido a convertir las salas en valles de lágrimas. Desde que, en la segunda década del siglo, las películas huyeron de cafetines y barracas de feria ambulante y se instalaron en templos civiles, la oscuridad de sus interiores se humedeció. El llanto fue el primer indicio que los fabricantes de cine consideraron infalible para averiguar si una película movía emociones cordiales en una multitud; y lo usaron como lubrificador de delicados engranajes del nuevo lenguaje y la nueva religión que vendían. No se equivocaron: ha pasado mucho tiempo y sigue ocurriendo lo mismo. Su deducción de que quien no llora en el cine es porque no sabe verlo (y más le vale irse a mojar su sequía en un pozo privado) sigue vigente.Muchas de las más elegantes y significativas películas de ahora -cuando el cine de consumo dominante rezurna vulgaridad e insignificancia- son de las que se dicen de llorar. Se llora hoy (si se tiene la fortuna de saber hacerlo) ante Secretos y mentiras, El paciente inglés, Rompiendo las olas, Secretos del corazón; y se lloró ayer (si se conserva intacto el privilegio del asombro y la mirada no está ensuciada por colirio audiovisual) ante La mujer del puerto, Los puentes de Madison, Las mejores intenciones, Lo que queda del día y otros melodramas convertidos en parte de lo que queda del maltrecho honor del cine, erguido sobre la humedad de esta vivificadora forma de llanto consolador.

En estos territorios siempre se entromete sin ser llamada la palabra melodrama. Bienvenida sea, porque enuncia el milagro alquímico del cine: su don para extraer oro del barro que alimentó los folletines en que se cobijaba la visión tosca y caritativa con que la burguesía decimonónica se exculpaba de la miseria en que sustentó su bienestar, máscara de su malestar. Si de uno de estos dramones de miseria y padecimiento David Griffith extrajo la exquisitez de Lirios rotos, y si Charles Chaplin -cuyo cine está atestado de rasgos melodramáticos: el final de Luces de la ciudad es una llamada inesquivable al llanto consolador- dedujo de novelones de arrabal londinense a aquel hombrecillo errante sin el que la identidad de este siglo no sería descifrable, ese poder alquímico del cine se desvela y extrae luz del subterráneo explorado en el gran libro de Antonio Drove Tiempo de vivir, tiempo de revivir, mano a mano con Douglas Sirk, un príncipe del melodrama.Se asocia la idea de melodrama al desgajamiento etimológico de la palabra, a que el término que la enuncia propone una fusión entre melo (o música) y drama. He leído, y viene al caso, que esta idea procede de la inclinación de los libretistas de ópera de finales del XIX a urdir fábulas inspiradas en la literatura folletinesca doliente y miserabilista a que hice referencia y que, iluminada por una partitura, se hace translúcida. Sirk dijo a Drove que no hay más opción que ésta para bucear con alguna posibilidad de orientarnos en el enigma que envuelve al hecho de que estos toscos relatos fueran fuente de refinamiento y elevación en el cine: "Si le quitáramos la música que esconde detrás de la pantalla, el cine sería algo muerto", afirma Sirk. Y de ahí a decir que melodrama es el filme que, al fundir melo y drama, hace visible la música callada que se esconde en su secuencia hay un paso imposible de no dar: la capacidad de captura emocional de algunos filmes proviene de la musicalidad oculta en la cadencia (su conversión del tiempo en tempo) de su imagen. De ahí el poder secuestrador de la emoción y la condición de fuente de llanto consolador de estas cumbres alquímicas del cine.

Hace unos días volví a ver, en una gran sala atestada, El paciente inglés, y descubrí a mi alrededor otro espectáculo reconfortante: el silencio de una tercera música callada que añadir a las dos (la audible y la no audible) de este noble melodrama. Durante tres horas no oí moverse, ni respirar, a más de un millar de personas con los ojos anegados y, bajo ellos, el inconfundible gesto de acuerdo con uno mismo que proporciona la emoción del consuelo.

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