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En el Día Internacional contra el Racismo

La celebración del Día Internacional contra el Racismo, impulsado por el Parlamento Europeo y numerosas organizaciones humanitarias, merece, al margen de los resultados positivos derivados de una conmemoración de este tipo, al menos una consideración: la enorme y sangrante contradicción que supone celebrarlos cuando, simultáneamente, los gobiernos y parlamentos de nuestro entorno desarrollan, en la práctica, políticas racistas.Un Estado es racista, por ejemplo, cuando obliga a otro o a otros, gracias a la fuerza de su economía, a adoptar determinadas reglas del juego, a abandonar sistemas tradicionales de producción, a renunciar a su cultura. Lo es, también, cuando desequilibra la balanza y apoya -lo estamos viendo ahora en Zaire, y lo vimos en un pasado muy reciente en la ex Yugoslavia- a un grupo o etnia contra otro, cuando promociona guerras y enfrentamientos por oscuros intereses.Estos son comportamientos profundamente racistas, porque surgen del convencimiento -por supuesto nunca declarado- de la superioridad de unos Estados sobre otros, de la convicción de que determinados territorios, regiones geográficas o gobiernos -sus habitantes no cuentan-, son poco más que casillas en un tablero de intereses. Casi siempre económicos. Así, estamos asistiendo, en pleno fin de siglo, de milenio, a cruentas guerras no entre Estados, sino entre etnias, entre grupos, entre clanes.

Estas políticas se han ejercido, con especial crueldad, sobre las minorías indígenas (si bien es cierto que en algunos países, corno Guatemala, suponen el 70% de la población, a pesar de lo cual han sido tratados como minorías: sin derechos civiles, marginados. En nombre de la mundialización, de la globalización de la economía, del liberalismo salvaje, se les ha enajenado sus tierras y recursos, se les ha condenado a la miseria y a la imposibilidad de un desarrollo basado en las mínimas condiciones que exige la dignidad humana.

El siglo XX será conocido como el más cruel de la Historia, como el siglo en el que se desarrollaron las guerras más destructivas, en el que se cometieron los mayores genocidios y se sistematizaron las matanzas. El siglo en que se institucionalizó la xenofobia y en el que se acuñó el concepto terrible de limpieza étnica". Será conocido como el periodo en el que se produjeron los mayores desplazamientos de población. Será conocido también como el siglo en el que reverdeció, de nuevo, el racismo.

En este momento, millones de personas abandonan sus hogares buscando un futuro, miles de norteafricanos desafían las olas para alcanzar las playas del sur de España o se ocultan en camiones para atravesar las fronteras. Muchos encuentran la muerte. A la tragedia que supone para una persona abandonar su hogar, su familia y su país, hay que sumar, casi siempre, el dolor de sentirse rechazado o perseguido en el lugar de destino. La xenofobia y el racismo son, para los que creemos en la igualdad entre las personas, probablemente los sentimientos más miserables que existen.

Mientras tanto, en Europa el cierre de mentes y fronteras, el rechazo de inmigrantes se convierte en norma común: ahí tenemos las recientes medidas aprobadas por el Gobierno de Francia. En España, como una mancha de aceite, se ha extendido. la idea de que el inmigrante es igual a delincuente. La policía detiene a decenas de africanos sin respetar, en muchos casos, las solicitudes de asilo o regularización que estaban en curso. Se les ata, se les narcotiza y se les envía a un país que no es el suyo. Se les arroja a una suerte incierta.

Esta denominación de "ilegales" estigmatiza a quien únicamente carece de papeles. Con esta denominación se les criminaliza, se les sume en una doble marginación, se les condena a una existencia, en muchos casos, miserable. Son 400.000 en nuestro país.

Algunos sectores instrumentalizan el miedo a las minorías, a veces lo fomentan para hacer creer a los ciudadanos que la inmigración es la causa del malestar y de la crisis. Explotar el miedo de los ciudadanos europeos, aparte de fomentar comportamientos racistas, o incluso provocarlos o legitimarlos, se ha convertido en algo corriente en la mayoría de los países de la Unión Europea.

Cuando nos asustamos hoy por ciertos fenómenos integristas en países vecinos no caemos en la cuenta de que, como apuntan algunos analistas europeos, los ladrillos con los que estamos edificando nuestros estados proporcionan los cascotes para la construcción del fundamentalismo cultural, ideología de clara exclusión colectiva que sienta las bases para la discriminación, el racismo y la xenofobia. Europa, como una grande y vieja avestruz, oculta su cabeza, se amuralla y excluye dentro y fuera de sus fronteras.

Por último, creemos que los gobiernos que están proclamando el Día Contra el Racismo deben sentar las doctrinas políticas en contra de la superioridad de determinados pueblos, reconociendo la trascendencia que tiene la globalización de la economía en detrimento del desarrollo de pueblos con diferentes culturas. Por eso, la lucha contra el racismo, además de la educación en la tolerancia y la convivencia, debe ir acompañada de las medidas políticas mencionadas. El éxito de este año y de este día dependerá del esfuerzo coordinado de todos los sectores de la sociedad.

Pilar Estébanez es presidenta de Médicos del Mundo.

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