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Las agujas de Martirio

Por fortuna sureña, con el poeta onubense Juan Cobos Wilkins se habla a menudo tanto de Juan Ramón Jiménez como de Martirio, aunque a veces le queda tiempo libre, al Juan primero para sufrir el arrebato y entonces otorgarle el nombre exacto (pie con bola) a eso que acaba de entrever: por ejemplo, vio un día que unas uñas puntiagudas, si bien acicaladas y pintadas de rojo intenso, escalaban por banal entrepierna ajena. Otros, ante esas tretas del bajío, suelen quedarse mudos o hundidos en morbillo de reojo. Él, no. En cuanto aquello vio, supo gritar como rapaz homérico ante desabrigado borbón: "¡La experiencia!" Y a fe que sí era ella, al fin ruborizada trepadora, que allí acabó llorando sobre una hombrera (Juan Benet la llamaba "italianizante boutade a ambos lados") de un catedrático catalán de Letras, seguidor de Arguiñano, críticamente preocupado por la innoble competencia de la mafia rusa ("no he de callar") en lo más suyo, que, por la retaguardia, viene ya a serlo todo o nuevo Siglo de Oro.Pues bien, el propio Cobos Wilkins es más que aficionado a nunca conformarse con ver al que está viendo en ese instante, que de todo hay que ver motivo doble, ya que enseguida encuentra que aquél guarda salvaje semejanza con otro alguien, circunstancia que anuncia así: "A ése le cabe..." Y, cuanto más estrecho el aludido o más pagado de sí mismo, ya se sabe, al pollo más le cabe la alusión. Presa fácil de semejante vicio, he escuchado a Martirio incluso en esa onda, tan bien acompañada por Chano Domínguez al piano, procedente de un nuevo libro-disco de El Europeo titulado Coplas de madrugá. Terminaba yo de enfangarme con John Lee Hooker y de siropearme con Cascarita, ying y yang de un feliz mediodía, cuando me fui dejando reamanecer con las ajazzminadas interpretaciones de la singular Martirio, sierpe y manzana a un tiempo, jugo doble de solo a solo.Y Martirio, a la chita callando casi, desempolva polvorones envenenados y luego los convierte en rodajitas, que le salen perfectas, con cuchillos canoros de doble filo: aquí, la inteligencia; aquí, el cariño. Con ella, reaparece una época atragantable e intensa, amén de glaseada, cuando los pensamientos amargaban y las aguas tenían laderas, mientras que las esposas maternales, frente a "criticaciones de cuatro envidiosas", decían para el fondo y a propósito de su exterior marido: "Te tengo seguro". Brechtiana sin perder la inocencia, Martirio esparce veneno puro, polvillo enamorado, sobre el mismo paisaje, entre tedesco y trianero, que resucita. Y se adueña tan sabiamente de Tatuaje, prueba de fuego más que blanco faro, que pronto lo tuvimos que decir. "A ésta le caben todas..." Porque, en efecto, agradecida en vez de imitadora, ensimismada en su filtrar delirios y amoríos, es todas y es ninguna, es única, se disfraza y se queda con la copla, al revés que el asunto eclecticismo.

Martirio se tatúa por dentro, le saca brillo al mostrador prehistórico, músculo al brazo de santa Teresa y perdón al olvido venidero. No subraya, no alardea, no caricaturiza. Martirio reinventa Dicen, Torre de arena y Tú eres mi marío (por no hablar del estremecedor martinete) a base de multiplicarse: "barroco funerario". Con secreta pericia, se acopla al personaje y lo desencadena, lo multiplica: es lo que es y lo que le cabe, es la fatalidad y la ironía, el abandono y el retintín, el frenesí y el cedazo. Se hace la tontuela (muy chica Boris Vian, para nada celosa de Zenobia), la mimosina, la que haga falta, con tal de que volvamos a creer que morirse de ganas de cantar es igual que irse al cielo del infierno, que algo de eso tendrá que haber para quienes, tipo Martirio, no acaban nunca de caber en lo convencional de parte alguna.

En La noche es guy, Martirio había buscado, en vano, una aguja en un pajar. En este nuevo disco, acerico multiuso, le caben todas: la capotera y la colchoñera, de gancho y de verdugado, para mechar y para ensalmar, de acupuntura y de tatuaje... Déjese el lector picar.

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