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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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Escuchando a Canetti

Antonio Muñoz Molina

Van a editarse en español, volumen por volumen, las obras completas de Elías Canetti, y la noticia, en estos tiempos desolados, de fea actualidad y presagios sórdidos, es como un indicio alentador de civilización. A Canetti lo va a editar Mario Muchnik, a quien debemos la digna publicación en nuestro país y en nuestro idioma de los tres volúmenes de Primo Levi sobre la experiencia de los campos dé exterminio nazi y la tarea casi imposible de sobrevivir a ellos y de mantener al mismo tiempo la advertencia perpetua de su memoria. Me llama la atención lo poco que se ha escrito en nuestro país sobre el holocausto, y el eco tan débil o simplemente nulo que tienen entre nosotros los grandes debates internacionales sobre ese acontecimiento que, junto a la tecnología de la guerra total y el terror de las tiranías estalinistas, ha definido este siglo.Yo supongo que cuando se publique en español el libro de Daniel Jonah Goldhagen, Los verdugos voluntariosos de Hitler, su lectura no llegará a causar entre nosotros un impacto semejante al que ha causado ya en Estados Unidos y prácticamente en toda Europa: se diría que a nosotros tales cosas no nos afectan, como si España fuera ajena a la historia judía de los últimos cinco siglos, o como si nuestro país no hubiera padecido durante casi cuarenta años una dictadura que debió su triunfo, en gran parte, a la ayuda del mismo régimen que provocó el holocausto y arrasó Europa entera.

Yo me pregunto cuántas personas han leído en España esos tres libros de Primo Levi que lo dejan a uno con la sensación de que no se puede ir más allá en el uso de las palabras escritas para contar lo inaudito, lo que apenas se puede contar, lo que es intolerable oír, y para contarlo todo, además, sin odio, sin sordidez, con un fondo sereno de afirmación de la vida. Quien haya leído Si esto es un hombre no podrá olvidar nunca esa escena en que las madres judías, en vísperas del viaje a Auschwitz, lavan la ropa de sus hijos pequeños y la tienden al sol sobre los alambres espinosos, como si el viaje del día siguiente no fuera hacia la muerte y aún valiera la pena ponerles pañales limpios a los niños.Ese es el mismo aliento de bondad serena que s e respira en las páginas de Canetti, y que sin embargo está ausente de otro de los máximos memorialistas del holocausto, Jean Améry, a quien sería urgente que alguien (es decir, Mario Muchnik) publicara también en español. Améry es el autor de un libró en el que, sólo existe, en estado puro, la máxima desesperación. Igual que Primo Levi, acabó suicidándose, tal vez porque la tarea de sobrevivir y al mismo tiempo no olvidar nada está más allá de las fuerzas de casi todo el mundo.

Canetti llegó a vivir una vejez tranquila y majestuosa, que ni siquiera debió de alterar mucho el Premio Nobel. En las fotografías tiene un aspecto, de anciano, legendario, con el pelo blanco y revuelto y el bigote blanco de sabio y políglota centroeuropeo, con una poderosa mirada de científico detrás de la montura de las gafas. Su temprana condición de nómada lo salvé del exterminio, pero si no vio ni padeció en su persona los resultados finales del totalitarismo sí presenció sus orígenes, y dedicó una gran parte de las energías inmensas de su cultura y de su inteligencia a intentar explicarse lo que había visto en las calles de Alemania a mediados de los años veinte: la disolución del individuo en la masa, la intoxicación colectiva de las multitudes que se convierten por propia voluntad en esclavas ciegas de un líder, a la vez instrumento voluntarioso y unánime del desastre y carne de cañón.

En un libro como Masa y poder, Canetti explica con una claridad que tiene algo del espanto impasible de Kafka el proceso mediante el cual los seres humanos abdican de su propia humanidad, se disuelven en la barbarie de la multitud acogedora y disculpadora, en la que nadie es culpable de nada, porque nadie conserva ni los límites ni las ataduras de la conciencia individual. En sus libros de memorias, lo que hace Canetti es justo lo contrario: contar el modo en que un individuo se va edificando en las peripecias de su vida y de su aprendizaje, el equilibrio entre lo que deseamos ser y lo que los demás desean o piden que seamos, mediante la ternura o la autoridad, y también gracias al azar o por culpa de él, según el influjo de las circunstancias exteriores que nos modelan tanto como la cercanía de nuestros mayores o nuestro fervor por algunos libros, por algunas afinidades sentimentales e intelectuales.

Pero hay algo único en el tono de la escritura de Canetti, algo que uno intuye que ya estaba en el original alemán y se muestra con transparencia idéntica en la versión española de Juan José del Solar: una inflexión peculiar de benevolencia, un acento de pensativa compasión, entendiendo esta palabra en su sentido verdadero, como la capacidad de sentir lo que siente otro, de compartir cordialmente su experiencia, aunque sea ajena o contraria a la de uno mismo. En La antorcha al oído, el segundo volumen de su autobiografia, al joven Canetti le presentan a una chica muy atractiva, atareada entre un grupo de gente: "Tuve la sensación de que ella misma me había invitado y le agradecí su hospitalidad, que consistió en haber no tado mi presencia".

Leyendo ese libro, encontrando en él vínculos sutiles con los de Primo Levi, uno piensa con cierta nostalgia que tal vez habría sido más útil para la moderna conciencia europea el influjo de esta clase de escritores en lugar de la hegemonía, durante décadas, de fríos filósofos herméticos, dedicados con saña al descrédito del humanismo que llamaban tan despectivamente burgués, arrogantes intelectuales franceses de la estirpe de Sartre, de Foucault, de Althusser, expertos en jergas y en anatemas, privilegiados sociales con poses de radicalismo, apasionados por sus propias abstracciones e indiferentes como sátrapas a las emociones y los sufrimientos de la gente común, de quienes padecían los regímenes que ellos celebraban desde sus cafés de París. Que esos nombres, tan de moda hace nada, empiecen a alejarse, que regresen Albert Camus, Primo Levi o Elías Canetti, tal vez son indicios de que la causa de la razón y de una cierta y necesaria fraternidad no está del todo perdida.

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