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El trágico acertijo colombiano

El sistema bipartidista es un fraude que todos los presidenciables condenan, pero que nadie se atreve a tocar

ENVIADO ESPECIALColombia es más un acertijo que un país. Dramático, por supuesto. Desde hace dos años y por lo que queda hasta las presidenciales de agosto de 1998 Colombia ha vivido y vivirá en campaña electoral. Y lo extraordinario es que un país así no agote para empezar a los propios colombianos. Pero, quiza, hoy está más justificada la tensión, la pasión, la comnoción y, ¿por que no?, la diversión de ser cómo es Colombia.

Habrá que elegir un sucesor al presidente Ernesto Samper, y todos reconocen que el sistema está agotado, que el binomio liberal-conservador más que constituir un juego de dos partidos, es una única clase política que se compone y recompone en clientelas, banderías y patrullas móviles, activamente dedicada a cambiarlo todo para que todo siga igual.

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La cantinela común a los futuros candidatos es el anticontinuismo. Y, sin embargo, todos encarnan la más estricta, continuidad antropológica y de clase.

Por la teórica izquierda aparece el liberal-oficial Horacio Serpa, ministro del Interior, que proclama su fidelidad al presidente para hacer lo que a éste dice que no pudo hacer: la creación de un sistema de aspiración socialdemócrata. Sólo aspiración, porque donde no hay Estado, donde el 30% del territorio es el predio alodial de la guerrilla y el narco, y en Otro 30% reinan las milicias mercenarias del latifundismo, ni la socialdemocracia ni el neoliberalismo de la otra rama liberal, la del anterior presidente, César Gaviria, tienen sentido. Serpa, bigote de mosquetero, perfil de ave rapaz, instinto genético para la masa, trata de vender a la opinión su aparente capacidad de dialogar con la guerrilla.

Vacuna antirracista,

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Pero el oficioso candidato del partido en el poder ni sueña con presentarse únicamente bajo ese respaldo. Para ello cuenta con el apoyo de la Alianza por Colombia, escisionistas de los conservadores, las negritudes, las comunidades indígenas, que es como decir minúsculas vacunas contra el racismo, los lentejos, un segundo escisionismo de los conservadores, pero que no ha abandonado formalmente el partido, y alguna tropilla más como los supernumerarios del M-19, la guerrilla buena que depuso las armas. El ábrete sésamo de Serpa, y de cualquier otro candidato, es el multipartidismo -término mal empleado- más propiamente, suprapartidismo. Todos quieren estar por encima del fangoso sistema. Y todos en el chapotean.

Naomí Sanín riza aun mejor el rizo. La ex embajadora en el Reino Unido, clase y tono de gran dama de cuestación de la Cruz Roja, se presentaría contra Samper, pero a favor de Samper. Se opondría a Serpa, pero sosteniendo "la política social del presidente". La aspirante ambiciona los votos conservadores, pero no será por ello candidata oficial de la oposición. Nadie quiere ser oficial de nada.

Andrés Pastrana, gran figura del Partido Conservador, tampoco, reclama la representación de su partido. Espera, al contrario, que le regalen la designación, que él aceptará, graciosamente, pero haciendo constar que su candidatura es multipartidista. A sus cuarenta y pocos años es todo un político a la europea, formidable de reflejos en la corta distancia del salón de su casa, excelente comunicador y profesional bien amueblado. Su único problema es que tiene todas las hechuras de un presidente de Parlamento -como su íntimo amigo Federico Trillo- de un país de 16.000 dólares de renta per cápita.

Alfonso Valdivieso, fiscal general, compacto de cuerpo y disperso de charla, es un liberal más que ha levantado su pedestal político como una foto en negativo de Samper. Como el italiano Di Pietro o el español Garzón, para algunos es el símbolo abstracto de la justicia. Con venda y todo. El quiso empapelar denodadamente a Samper como responsable del ingreso de dinero del narcotráfico -siete millones de dólares- en su campaña, y por eso existe. Quizá sea sincero cuando dice que no aspira personalmente a la presidencia, sino que puede ser la presidencia la que lo aspire a él. Pero, las fuerzas colombianas que pretenden acabar con el samperismo, neoliberales o tan sólo añorantes de otra integridad, y las de fuera, siempre Washington, no pueden preferir otro candidato.

El fiscal, en este galimatías de todos contra todo y a favor de nada, es un liberal por libre, contrario al candidato de su partido en nombre del liberalismo populista de su primo hermano Luis Carlos Galán, asesinado en 1989, única realidad inapelable de Colombia: la propaganda por el hecho, el terror. Como candidato, nadie sabe cuál sería su programa, puesto que su filiación es social, como Samper, pero políticamente su gancho sólo es el de némesis del presidente, por Io que lo lógico sería que fuera absorbido por el neoliberalismo pronorteamericano.

Restan algunos precandidatos menores, como Humberto de la Calle, ex embajador en España y ex vicepresidente, liberal pero antisamperista, es decir, colega y adversario a la vez, que no halla patrón a su campana: ni la Embajada de Washington, que desempeña Myles Frechette, virrey impertinente y locuaz, ni ninguna fuerza política conocida; o Juan Manuel Santos, de la dinastía propietaria de El Tiempo, el diario más difundido del país, otro liberal antisamperista que quisiera ser oficial y por ello seguramente disputará a Serpa la designación -la consulta-, pero que si pierde no está claro que se una al vencedor.

Colombia es un país radicalmente dividido, en el que el juego de la política se dirime en un corralillo de familias, en el que todos los terribles enemigos de campaña cuando miran por encima del hombro hacia la calle, lo hacen con una secreta inquietud. De ella les separa el color de la piel, la educación, y su morada en la ladera del más exclusivo cerro bogotano -casi todos viven en un kilómetro cuadrado-, y si las cosas se ponen feas, como ocurrió con otro principal asesinato, el de Eliecer Gaitán en 1949, cierran filas el uno del otro en pos. De esa muerte vino el llamado Frente Nacional, que durante 16 años maniató la vida política del país. Hoy, pese a la formalidad de libres elecciones, el pacto sigue tácitamente vivo, aunque algunos se barrunten que nada esté ya apalabrado para siempre.

Colombia, metáfora esperpéntica de lo español, es un país que muere de una ausencia de ironía, que mata por falta de nación, el país donde la trascendencia se tiñe pasivamente de sangre. Sangre de una guerrilla sin proyecto contra el Estado, del Estado contra él ciudadano, a veces hasta por mala puntería, de los poderes de la tierra y del dinero contra la más elemental equidad, y de los narcotraficantes contra todos los anteriores.

Las elecciones del tiempo reciente y las que se avecinan apenas congregarán a un tercio de votantes, mientras el resto del país contempla, con indiferencia extenuada, lo que se cuece en este hervidero bogotano, sabedor de que nada realmente le concierne.

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