Después de Maastricht, ¿qué?
Todo apunta a que la unión monetaria se hará en las fechas previstas, España formará parte de la misma. y la opinión mayoritaria es que ambas cosas serán mejores que sus alternativas. ¿Y después, qué? ¿Cómo va a afectar un. cambio tan profundo en el marco y las reglas de juego, a la gestión de la política económica y al bienestar de los ciudadanos? Sin ánimo de efectuar un ejercicio de prospectiva, se puede avanzar las siguientes reflexiones, sin olvidar que todavía no hemos alcanzado esa situación aquí prevista.En la unión monetaria se habrán corregido -después de intentarlo durante los últimos 20 años- dos desequilibrios macroeconómicos como son la inflación y el déficit público. Vivimos ya, en todos los países industriales, las tasas de inflación más bajas desde hace tres décadas y tanto los criterios de convergencia como el subsiguiente pacto de estabilidad, hacen creíble la tendencia hacia un equilibrio presupuestario como situación normal. En la medida en que todos los Gobiernos han insistido desde mediados de los setenta en recuperar la estabilidad de precios y una mayor igualdad entre ingresos y gastos eran condiciones necesarias para garantizar crecimiento sanos y sostenibles, la perspectiva tiene que ser halagüeña.
Sin embargo, muchas formas de comportamiento social, económico e, incluso, político, tendrán que readaptarse al nuevo contexto. Con subidas anuales de recio muy moderadas -digamos en el entomo del 2%- que como son fácilmente identificables como presiones inflacionistas, ya que pueden responder a variaciones en las condiciones del mercado, la práctica de que en enero suben todos los precios, los salarios las pensiones puede pasar a la historia. Subirán unos precios y bajarán otros, en función de las condiciones de oferta y demanda.
Sin la inflación como referente determinante, los crecimientos en os ingresos nominales serán bajos o incluso inexistentes y como consecuencia, los agentes económicos, empresas y familias, tendrán que afrontar un proceso de reajuste en sus decisiones de consumo, ahorro e inversión, con resultados inciertos dependiendo de la mayor o menor resistencia al cambio. Este hecho, la existencia de lo que se conoce como ilusión monetaria, da consistencia al argumento de que la inflación óptima no es la cero y, por tanto, las autoridades monetarias deben evitar confundir estabilidad de precios con no subidas de precios, ya que el coste, en producto, y empleo, de conseguir una inflación cero es muy superior a sus beneficios cuando ya estamos en niveles muy bajos de inflación.
De la misma manera, sin la posibilidad de recurrir al déficit público y al endeudamiento salvo en contados casos y por cuantías muy limitadas, determinadas prácticas políticas, como, hacer ofertas electorales de gasto sin especificar la forma de pago o prometer reducciones de impuestos sin decir qué gastos se recortarán, tenderán a perder fuerza. Introducir rigor presupuestario en la batalla político-electoral no anulará su interés ni reducirá las diferencias entre las distintas. opciones, ya que el equilibrio presupuestario se puede alcanzar tanto con un Estado pequeño, como con uno grande y muy activo en tareas redistributivas.
Conseguir recaudar tantos ingresos públicos como sean precisos para financiar aquellos gastos considerados, como necesarios, se enfrentará a la opción de limitar el gasto público sólo a la cantidad de ingresos que estimemos conveniente demandar a. través de los impuestos. Entre arribos extremos, las opciones son múltiples, pero se requerirá una mayor dosis de pedagogía política para convencer a los ciudadanos sobre la bondad de las mismas y una profunda revisión de las actuales estructuras de los ingresos y gastos para mejorar la aceptación social, sin qué ello presuponga un descenso global respecto a hoy.
La segunda reflexión que suscita la próxima existencia en Europa de una unión monetaria, tiene que, ver con el crecimiento de la riqueza. Recuperados los equilibrios macroeconómicos, salvó el paro, el énfasis de una política económica que pretende estimular ese Crecimiento se tendrá que situar sobre la productividad como única fuerza capaz de conseguir un mayor, y mejor, producto nacional. Si España produce hoy el doble de bienes y servicios que hace 20 años es por los impresionantes avances conseguidos en la productividad de los. factores productivos.
Sin las muletas -o corsés-monetarios y presupuestarios, la posibilidad de alcanzar mejores niveles de vida para todos consiste simplemente en hacerlo mejor. Y ello, lejos de disminuir los márgenes de actuación de la política económica o el papel del Estado, obliga a un cambio de énfasis y prioridades que reoriente la acción pública hacia actuaciones que mejoran la productividad de los recursos infraestructuras, educación, formación, investigación... No obstante, seguirá siendo. el sector privado el protagonista principal en la consecución de mejoras en nuestra productividad. Con un mercado abierto y sin la posibilidad de recurrir a una devaluación como último recurso, esto significa que, ante pérdidas de competitividad, o las empresas tienen capacidad para reaccionar de forma flexible, o cerrarán, reforzando así la responsabilidad pública de empresarios y trabajadores, que serán más protagonistas del bienestar colectivo. Sindicatos y patronales deberán pues readaptar sus comportamientos.
La última reflexión tiene que ver con el reparto social de las mejoras en productividad, es decir, con la batalla por la redistribución de la renta. Nadie duda, a estas alturas que la inflación y el déficit público encuentran parte de su explicación en la pugna social por el reparto de la renta. Quienes tienen ingresos indiciados, ganan frente a quienes no los tienen y quienes reciben transferencias públicas netas, mejoran su renta relativa. Sin la posibilidad de recurrir a la in flación y con un gasto público equilibrado con los ingresos, el reparto de la riqueza existente en cada momento puede verse alterado de forma sustancial. Dicho de otra manera: los frutos del crecimiento económico se tendrán que repartir a través de otros cauces. Dependiendo de cuál sea la reacción tanto de los poderes públicos, como de los agentes eco nómicos privados a las nuevas exigencias, así serán esos nuevos mecanismos de reparto y podremos continuar la tendencia hacia una distribución más justa y solidaria, o bien entrar en una dinámica de incremento de las desigualdades. Como siempre, sólo que en un nuevo contexto simbolizado por la moneda única, es decir, con precios europeos y salarios españoles.
Estas reflexiones nos sirven para destacar algunas obviedades, a menudo perdidas cuando lo urgente desplaza a lo importante. Tras el nerviosismo, las prisas, los esfuerzos y el empeño por cumplirlos criterios de convergencia que abrirán las puertas de la unión monetaria, no se encuentra ninguna meta donde concluya la carrera y podamos descansar. Hasta mediados de 1998, en que se decidirá que países traspasan el umbral, estamos corriendo para decidir el orden en la parrilla de salida de la siguiente carrera en la que las normas serán distintas.
Segunda, la unión monetaria es lo que es, que ya es mucho, pero no es más. Como tal, ni dificulta, ni garantiza un mayor nivel de crecimiento y bienestar colectivo, que sólo dependerá de la capacidad de adaptación a las nuevas normas de funcionamiento por parte del Estado y de los, agentes económicos privados. En. ese sentido, la convergencia real y la nominal, no entran en contradicción, pero tampoco son automáticamente complementarias.Por último, la consecución de una unión monetaria no equivale a la caída de ningún muro, ni establece ventajas claras en favor de una opción liberal conservadora o de otra socialdemócrata. Los principios ideológicos se tendrán que aplicar a un nuevo marco de referencia en el que ni el papel del Estado, ni. el tamaño del sector público, ni los instrumentos para corregir las desigualdades, están predefinidos en función de ningún pensamiento único, aunque tal vez se requieran algunos pensamientos diferentes por ambas partes.
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