Bella, emocionante, intensa busca en la interrelación entre genio y locura
Shine clausuró la última Mostra de Venecia y de la noche a la mañana saltaron a la celebridad un semidesconocido director africano-ugandés afincado en Australia, Scott Hicks, y tres actores australianos desconocidos en Europa: el niño Alex Rafalowicz, el adolescente Noah Taylor y el adulto Geoffrey Rush, que encarnan las tres edades representadas en el filme del célebre pianista australiano David Helfgott.Estos extraordinarios artistas, escoltados por rostros (casi iconos) del cine europeo tan magnÃficos como el actor alemán Armin Mueller-Stahl y el británico John Gielgud, borraron en dos horas el recuerdo de las dos semanas de un festival en el que, junto a mucha morralla, hubo, no obstante, obras de tan alta talla como (nada menos) Michael Collins y El funeral. Y esto casi lo dice todo acerca de Shine.
Shine
Dirección: Scott Hicks. Guión: Jan Sardi. Fotografía: Geoffrey Simpson. Música: David Hirschfelder. Piano: David Helfgott. Australia, 1996. Intérpretes: Geoffrey Rush, Armin Mueller-Stahl, John Gielgud, Lynn Redgrave, Noah Taylor, Alex Rafalowicz. Madrid: Palafox, Peñalver, Gran Vía, Ideal (V. O).
Lleva dentro Shine cine importante, encadenado con exquisito rigor secuencial, arriesgado y adulto, circunstancias que obligaron a preguntarse a muchos rastreadores de las huellas del cine actual por qué demonios fue dejada esta ejemplar obra por los programadores de la Mostra para el escaparate de la protocolaria sesión de glamour del dÃa final, en el que por fuerza mandó informativamente la noticia de los premios y los buscadores de buenas pelÃculas se vieron obligados a dejar Shine relegada a segundo plano, cuando su distinción merecÃa una crónica dedicada sólo a ella.
La sombra del padre
Pero Shine está en nuestras pantallas y tenemos a mano el reto que supone sacar de un filme de apariencia amarga la dulzura de fondo que esconde. Es una obra que indaga en las (enigmáticas, exploradas de forma penetrante por Karl Jaspers) interrelaciones entre el genio y la locura, que son aquà abordadas a través de la representación del nudo opresor que condujo a un atolladero mental y profesional la vida del pianista David Helfgott, gran artista y hombre infortunado, que creció y se forjó aplastado por el sofocante peso de su (judÃo superviviente de un campo de exterminio nazi) padre.
Esto eleva el relato biográfico de un individuo a metáfora de uno de los (tal vez el mayor, por envolvente de todos) más dolorosos rasgos colectivos de la interioridad de este nuestro primer mundo que, además de poblar, padecemos como se padece una pústula sobre una poltrona: la innumerable e indefinible tragedia de la orfandad, sorda y alarmante carencia epidémica contemporánea, llevada en Shine a los lÃmites extremos a que conduce su coexistencia con la existencia fÃsica del padre, terrorÃfica paradoja que nadie enunció con más sinceridad y zozobra que Kafka en su Carta al padre, angustioso testimonio que tiene (en sus antÃpodas estéticas) mucho que ver con Shine.
Es esta hermosa pelÃcula una de las mejores del reconfortante (salvo en los penosos vertederos donde va a parar el oro informático de Hollywood) tiempo de cine que disfrutamos últimamente, en el que el retorno a lo clásico está logrando frutos esperanzadores y sÃntomas de rescate del único cine que importa (que es el de siempre) junto a indicios complementarios que ponen en el lugar que le corresponde al cine de la modernez: la, en suaves palabras de Faulkner, inanidad de lo efÃmero.
Toda la secuencia de formación (en rigor, aniquilación) de David niño por el aplastante vacÃo de su dios padre (y eminente actor) Armin MuellerStahl; el encuentro del prodigioso pianista adolescente con el maestro inglés que desata el nudo de su genio (el no menos eminente John Gielgud), y otros trozos de enorme talento entresacados de una construcción- introceable, como la divertida, extraordinaria y emocionante escena en que David adulto (¡qué actor, Geoffrey Rush!) se enzarza a tocar musiquillas ligeras en una taberna y de las teclas del piano extrae maravillas de armonÃa, gracia y densidad. Ésta, como aquellas escenas y otras que redondean el todo, son un asunto mayor: cine exacto y, no obstante, plenamente libre, que ama lo que cuenta y lo hace indispensable.
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