La tenacidad de un hombre desolado
Día 2 de enero. En la zona más próxima a la Puerta del Sol, con la excusa de la Navidad, la calle del Arenal luce como una puta. Parece más Las Vegas que una de las principales arterias del corazón de Madrid en plena Navidad.Visto desde cualquiera de sus terrazas, el asfalto de la calle es un empedrado de coches, sobre cuyas superficies se -reflejan las luces de los adornos navideños. En el interior de uno de esos coches detenidos a la fuerza, una pareja se las ve y se las desea para mantener la calma. Son mis protagonistas, Víctor y Elena, ella está embarazada, a punto de romper aguas. Él intenta tranquilizarla, tanto a ella como al feto, suplica un poco de paciencia, en especial por parte del que va a nacer.
Casualmente, el protagonista también nació en Navidad, 27 años antes. Su madre no tuvo tiempo de llegar a la maternidad, y Víctor nació dentro de un autobús. Era enero de 1969. Esa misma tarde Fraga Iribarne leía a la prensa un comunicado por el cual se declaraba el estado de excepción en todo el territorio nacional. Las calles de Madrid estaban desiertas. Sólo se oía un viento helado que no conseguía barrer todo el miedo de los españoles, prisioneros abismados en sus respectivos hogares.
Víctor, el protagonista, le explica a su futuro hijo, para entretenerle durante el atasco, que a lo largo de esos 27 años en Madrid han cambiado muchas cosas, no sólo la decoración de la calle del Arenal... "cuando yo nací no había atascos, pero es que no había nada de nada. La gente estaba cagada... pero hace mucho tiempo que la gente ha perdido el miedo...". Víctor mira las aceras bulliciosas y abarrotadas y se las pone como ejemplo de diferencia.
Esas aceras, como punto de vista del protagonista, fueron los primeros planos que rodamos, el día 2 de enero con una segunda unidad, aprovechando el ambiente navideño real. Representar ese ambiente (el tradicional atasco de Arenal, y la iluminación navideña) hubiera resultado muy caro.
La calle del Arenal estaba bastante abarrotada, pero delante de la cámara (oculta en la oscuridad de una furgoneta para que nadie la viera) la masa fluía más de lo deseado. Tuvimos que rellenar la densidad de las aceras con 50 figurantes de pago, que se apretujaban dentro del cuadro incomodando a los transeúntes de un modo tan navideño que nadie lo encontraba raro.
Evidentemente no podíamos utilizar focos, rodamos con unos objetivos muy sensibles, pero necesitábamos que la realidad además de navideña fuera lo más luminosa posible. Elegimos la puerta de uno de esos museos del fiambre que tanta alegría proporcionan al comercio de la calle del Arenal. La luz de sus escaparates bañaba toda la acera. En el interior había bastantes clientes. Nadie se extrañaba que de pronto la puerta se viera invadida por 50 personas, además de los transeúntes casuales, y que poco después la multitud se disolviera para volver a invadir la puerta poco después.
Repetimos el plano de la animación multitudinaria durante horas.
Al día siguiente, cuando veía la proyección de lo rodado, algo me llamó (poderosamente) la atención. Cuando la multitud se disolvía y sólo quedaban los clientes reales en el interior de la tienda y algún transeúnte aislado, en medio de la puerta del establecimiento había siempre un hombre solo, que miraba desolado a uno y otro lado de la calle. Me llamó tanto la atención que le busqué en todos los planos, y en todos le hallé, en el centro del fotograma, sobrevolando las cabezas, buscando algo inútilmente.
Supongo que ese hombre habría quedado con alguien en la puerta del museo del embutido, en el centro justo de nuestro plano. Nunca lo estropeó porque nunca miró a cámara y siempre se mostró convincente y natural, es decir, cada vez que el gentío invadía la puerta, y le arrastraba en su alborozo, él trataba de mantenerse a flote, ansioso, angustiado ante la idea de que la persona con la que había quedado no lo viera, o se intimidara ante la multitud. Nunca se extrañó, ni protestó por la periódica invasión. Nunca nos puso en evidencia, ni se puso él. Prefería pensar que se trataba de una maldita casualidad. No quería reconocer que aquello era un rodaje (en alguna ocasión el ayudante de dirección se le acercó para pedirle que se retirara), del mismo modo que se negaba a reconocer que estaba solo, que nadie acudiría a su cita, que le habían dejado plantado.
Me intrigó, me impactó y me emocionó de un modo raro ver a ese hombre esperando dentro de mi película, con tanta tenacidad como angustia.
¿Sería la primera cita, o tal vez la última? ¿Era una cita galante o se trataba de unos antiguos compañeros de la mili, como en Siempre hace buen tiempo? ¿Esperaba a algún familiar conocido o tal vez a un familiar desconocido, como en Secretos y mentiras?
Un mes después, me veo a mí mismo igual que a él, buscando entre una multitud demasiado ruidosa el rostro de alguien que no llega y que ni siquiera sé quién es. En esa confusión he permanecido tres semanas, pero la persona que esperaba ha llegado por fin. Lo he distinguido enseguida. Se llama Liberto. Liberto Rabal y hoy [por ayer] lunes, día 3 de febrero, empiezo a rodar con él.
Babelia
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