_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Blago bung, blago bung

Igual que hay noches toledanas y tardes no hay nunca, hay también mediodías nublados sin más, que es cuando algunos bichos raros tienen la sensación de que incluso lo suyo, lo obvio, acaso por haberlo palpado tanto, es víctima de un virus que todo lo gangrena: el de la falta de credibilidad. No les preocupa a dichos sujetos la desconfianza genérica frente al bajo revuelo en danza: es decir, política, justicia, banca, sectas, información, áreas deportivas, achuchones sentimentales, juzgados de antemano, fariseos que dicen ser humildes y pensadores entregados al vaivén delicioso de matizar, ¡ojito! que tampoco lo llamado correcto puede pasarse, así como así, de la raya. Héroes del 97, eso sólo lo dan por hecho, ¡atchis!, para nutrir de polvo enamorado a la oferta de empleo, tan desganada.De lo que ellos en verdad se duelen ("¡Te juro por mi madre que no lo entiendo!") es de que, aún dirigiéndose a todos, nadie, salvo los otros mismos que tal bailan, les hace caso al pleno. ¿Cómo a todos? Es probable. Pero dejar de entender, para quienes supieron entenderlo todo a las primeras de cambio, debe de ser, a buen seguro, puñalada trapera en la oreja. Entre ellos, ¿para qué engañarse?, hay políticos, jueces, banqueros, gurúes, periodistas, deportistas, pobre gente que alcanza aquello que soñara, criminales con rol universitario, escritores osados en vela y filósofos a manta. Están que no se lo creen. Ellos, que hicieron tantos esfuerzos para dárnoslo masticado, barruntan, a la hora y pico de cualquier mediodía sin sol, que ha sido infructuoso su empeño. Entonces se hace añicos el cascabel poliédrico ("bonitas palabras también tiene la lengua castellana") que sonaba a que comunicarse equivale a tolerar con estoicismo que una privacidad pase a ser interpretada por otra.

Esa buena gente de cierto orden ha llegado, pues, a esa edad en que perciben a tientas que a lo amoral, ¡ay!, también le salen canas. Chochean. Reclaman un mimito complementario, una taza de fe compartida, un algo que les haga un poco menos seca la victoria. Se encebollan en ello. Desean, al fin, que la semicultura, a la que tanto han ayudado lata al ritmo de su corazoncito, glaseándolo, como esos 17 segundos de una sinfonía descuartizada para cerrar con pendiente de oro el agujero de un telediario como Dios manda, que manda más cada día. Y, cuando no les cuaja el deseo, ya se sabe, lo prudente es echarle la culpa a las vanguardias.

Ya no está en condiciones Alberto Giacometti para correr por los mejores barrios de Zurich pegando gritos contra aquellos burgueses que habían propiciado la Primera Guerra Mundial para acabar con los descreídos de uno y otro lado de la trinchera. George Steiner ha valorado el momento en que Hugo Ball consideró que era imposible deslindar se de aquello que bullía en las entrañas de aquel lenguaje, obsesionado éste en conseguir, a cualquier precio, que quien lo usara para ser alguien terminara por ser creído. Al evocar el momento de ruptura con aquella lengua corrupta, Ball ya ni se acordaba de cómo comen zó a desasirse. Le dio por entregarse a una simple cadencia. Compuso sus rebaños de vocales. Y se lanzó a can tar en su nombre, "como si se tratara de un canto litúrgico". Al escucharse, evitó la tentación de reírse, supuso que iba en serio. Mas luego, de tener que explicarlo, diria que era como si un niño, de rostro pálido y desconcertado, se le hubiese desprendido de su máscara cubista para acabar suspendida de los labios de un cura de los de antes durante la misa de requiem. Hugo Ball percibe que, para no caer en la complicidad, no basta con desprenderse de la forma de decir de ciertos otros, sino de las, propias palabras consensuadas. Y advierte con mano dura, tan esquivada por lo que suma y sigue: "Renunciemos a la poesía de segunda mano: me refiero a la adopción de palabras, para no hablar de frases, que no sean inmaculadamente nuevas y que no hayan sido inventa das para nuestro propio uso". Y, con este cantar, se aplicó el cuento: "Higo, bloikai, russula, huja / hollaka hollala / blago bung / blago bung". Contra lo que entontece creyéndose.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_