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Lagos naturales y sobrenaturales

Al asomarse a ese pozo sin fondo que dicen que va a dar ("ya sólo queda Reyes") al runrún laborioso del año nuevo, me he acordado de un mozalbete guatemalteco que sobrevivía en Tikal a fuerza de explicar, a quien al sol o al vuelo lo pillara, que la Naturaleza, por aquella jungla, no se contenta nunca con ceñirse a lo natural. Los nueve viajeros que acabábamos de descender de una madrugadora avioneta de feria, aun a punto de ya no ser ni estar en nada, estábamos o éramos en ese instante, y parecía que desde siempre, sordos y boquiabiertos, empapados, descascarillados y mezclando inclusive, para nuestros adentros maltrechos, jaculatorias en perfecto arameo con frases ingeniosas del tipo: "¡Hurra! Allá abajo los trenes van ciegos..." Y, en seguida, a disimular. Porque íbamos derechos hacia las famosas pirámides, decididos a sortear con entusiasmo las trampas de la fe en la ecología: arañas negras y peludas, ceibas, serpientes venenosas "sólo cuando es de noche" (empezaba a nublarse el día), jubíos, monos y chicozapotes, enredándose todo, la savia y la baba, en semillas fonéticas que crecían torcidas pero jubilosas ante nuestro abnegado insistir. Había, había que llegar cuanto antes al corazón del imperio maya, sentir allí lo ido más que el vértigo, ser fuego en vez de padecerlo... Mas aquel mozalbete ya entrevisto, guía de lo que cae y observador de aquello que permanece y dura, funcionaba igualito que esos malvados que cuentan el final de las películas de enredo. Toda nuestra visión en marcha quedaría licuada cuando, al hacer un alto para comprar unos refrescos, nos resumió sin artificio alguno, aprovechando que allí había una muy humilde charca, lo verdaderamente insólito de su hermoso país: "En Guatemala tenemos dos clases de lagos: los naturales y los sobrenaturales".

Así, de buenas a mejores, se nos convirtió en agua lo atesorado hasta el momento: el silencio impensable de La Antigua a cada atardecer ("¿Sabe usted? Aunque ahora no, llevamos 30 años de toque de queda..."), los picaportes persuasivos, las ruinas resignadas, el orden de lo muerto porque sí, los despampanantes quetzales, los cantos gregorianos de importación y un retrato de Luis Cardoza y Aragón, en una sala municipal, señalado con el dedo de un padre que le estaba contando a su hijo: "Me dijeron que fue un escritor muy importante". Agua, también, los continuos controles militares y las destartaladas carreteras que nos pararon y nos llevaron a Janapachel. Y, claro está, el propio lago de Atitlán, agua y jiperío, modorra de canción protesta, las sectas, las máscaras y, sobre todo, aquellas, siete nubes caminando sobre las aguas: doradas, rojizas, negras. Y el humo del copal en Chichicastenango, las veladoras, los atillos multicolores y las avispas epilépticas sobre las abiertas sandías. Agua, todo: las cabezas de los niños entre la hierba del parque, los adivinos con altavoces en pleno zócalo de la capital, La Nueva, y el museo Popol-Vuh, que se conmueve cuando pasan los aviones, y hasta el mismísimo Palacio Nacional, con el busto del dictador Ubico al entrar, al entrar y al salir. Agua y más agua. La natural y la sobrenatural.

Como tabla de salvación, pensé en la astucia de Augusto Monterroso, que hacía poco me había confesado que él nunca visitó esos parajes incomparables de Guatemala, pues todos ellos parecían aliados objetivos de los tiranos, materia viva para sus discursos propagandísticos. Y, al término de la excursión por Tikal, mientras caía un aguacero de escándalo, un ingeniero agrónomo chileno se puso a lamentarse de que tanta belleza quedara sometida a sistemas de producción arcaicos, sin que los campesinos fueran capaces de agruparse en cooperativas. Una maestra guatemalteca, que escuchaba el lamento del experto con mueca parecida a una sonrisa, acabó concluyendo: "Lo que usted parece ignorar es que, aquí, a los que se agrupan los matan". Ojalá que, después de haber firmado la esperanza de paz, sea ya tal conclusión agua pasada y pueda, al fin, bañarse Monterroso en lagos naturales y sobrenaturales.

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