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Marcelina, pan y gasolina

Vicente Molina Foix

Los que aborrecen -y entre ellos mi amigo Eduardo Mendicutti- la película de éxito en Europa, Breaking the Waves, diciendo que es un Marcelino, pan y vino petrolífero y protestante, tienen razón. Pero si hacemos memoria, o justicia, resulta que la dulzona fábula infantil era como cine magnífica, y su autor, el húngaro afincado en España, Ladislao Vadja, uno de los mejores cineastas de la posguerra, a quien un día de estos le caerá el redescubrimiento conmemorativo que es la costumbre post-mortem del país. Dirige Breaking the Waves (aquí la llaman absurda mente Rompiendo las olas, con ese problema endémico con los gerundios ingleses que tienen nuestros traidores, perdón, traductores cinematográficos) un realizador danés hasta hoy elíptico y hermético, neurótico en la intimidad, según se supo a raíz del triunfo en Cannes y converso - también es un chisme recién te- al catolicismo, el cual en esta ocasión ha querido hacer una obra bella y sentimental, además de cristalina. Sin embargo, Breaking the Waves no es una cinta religiosa, aunque en ella se produzcan milagros, haya una Magdalena de sabor escocés y hablé Dios. Su éxito internacional responde al interés indudable que lo espiritual en el arte despierta hoy en Occidente, bueno, y también, con más ruido de ve los y sables, en Oriente.El propio director Lars Von Trier ha dicho algo que da que pensar: "Mi concepción de la religión es la misma que tengo sobre los milagros: no creo en ella, la espero". Poco se diferencian los públicos que se agolpan para ver las últimas sanguinolencias del cine de terror del que, también mayoritariamente juvenil, hace la cola de Breaking the Waves -yo intenté verla dos veces en un cine de Madrid y sólo a la tercera encontré entradas- dispuesto a tragarse dos horas y 40 minutos de cine metafísico. Son personas creyentes y descreídas, de izquierda y. de derechas, homo, hetero y hasta del género asexuado, que sin ser ellas mismas horrorosas ni angelicales, buscan en el espejo de la ficción cinematográfica: un plus de peligrosidad emocional que el simple realismo del drama doméstico no les da. son los espectadores insaciables de un fin de siglo harto de la materia terrestre y buscador -en el cielo de los vampiros o los seres alados- de algo en lo que no sabe si creer pero de lo que espera mucho.

Así que los ángeles del cine están en alza, y fíjense que empleo la minúscula para distinguir a los míos de los de Hollywood, que es otra cosa. Nuestros ángeles, los de las dos películas de Wenders, Cielo sobre Berlín; Tan lejos, tan cerca; el de Tierra, de Julio Medem, ahora el femenino de Von Trier, visten de calle y andan pegando tumbos, por eso de la falta de costumbre, pero nos, guiñan un ojo. La simplona Bess que en Breaking the Waves enamora al gasolinero de la plataforma, seduce al público no tanto por su desafío moral a la cerrada comunidad calvinista, como por lo diablesa que es, por lo que tiene de ángel con brillos luciferinos. Los pecados carnales que comete -equivalentes a los mendrugos que el niño Marcelino se quitaba de la boca para alimentar al Crucificado del leño- persiguen un camino de salvación, pero ella los asume como trastadas infantiles, como travesuras, y un gran acierto del director es filmar una película tan divina con la cámara al hombro, en el estilo inmediato y nervioso de los reportajes.

Walter Benjamin vivió toda su vida pendiente de un ángel, al que a veces le daba el nombre de Agesilaus Santander (o ángel satánico) y otras identificó como el Angelus Novus pintado por Klee. Se han hecho muchas cábalas sobre la fijación angélica de Benjamin, pero yo creo que fue su gran amigo Scholem quien vio más claro que a través de esas imágenes el filósofo buscaba "la realidad oculta de su propia persona". Uniendo sacrificio y fantasía sexual, sadomasoquismo y campanas de gloria, el neurótico cineasta que no puede viajar en avión y se fía de los presentimientos, ha hecho el milagro. No salimos del cine -los más pecadores al menos- santificados, pero esta gran película, nos da alas para seguir creyendo en misterios: más allá de la muerte del arte ha de haber algo.

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