Empleo eventual, vidas interinas
El fantasma de la globalización recorre Europa. Y si tanto preocupa no es por sí misma, pues la mundialización económica tiene 500 años de creer a Wallerstein, sino por sus secuelas: desindustrialización, desempleo crónico y trabajo precario. Se discute si la culpa del paro la tienen los mercados financieros o el diferencial de salarios. Pero es indudable que la desestabilización laboral está causando una imprevisible mutación social. Apenas se crea empleo y el poco creado es contingente: temporal, a tiempo parcial, subcontratado por obra o destajo. Y eso tanto para los empleos sin cualificar como para los más tecnificados. No discutiré aquí las soluciones que se proponen (reparto del trabajo, flexibilización laboral, contrato estable), para considerar tan sólo la hipótesis más probable: que la precariedad del empleo siga creciendo hasta convertirse en la tendencia dominante.Si el Antiguo Régimen era una sociedad patrimonial basada en la ética de la herencia, donde los destinos personales estaban predeterminados por el linaje familiar, la modernidad instauró una inédita sociedad individualista fundada en la ética del trabajo, donde cada persona autodeterminaba su vida mediante la acumulación de esfuerzos constantes. En consecuencia, la ocupación constituía el eje central que articulaba la biografía, vertebrando una carrera meritocrática dotada de continuidad y unidad interna. De ahí que la vocación o el oficio actuasen como relatos morales que llenaban de sentido el transcurso del ciclo vital, desde el inicial aprendizaje hasta la jubilación definitiva, tras culminar una cadena de conflictos que constituían la lucha por la vida: esa narrativa cuyo desarrollo argumental se basaba en la programación por anticipado del más ambicioso desenlace, encarnando la retórica del Sujeto que se hace a sí mismo al protagonizar su proyecto moral biográfico. A esto lo llamó Weber la conducción metódica de la vida (metodische Lebensführung), deduciéndolo del ideal luterano de profesión o vocación (Beruf) y de la ética calvinista de la predestinación, con su compulsión por el uso racional del tiempo: tanto del tiempo cotidiano (disciplina ascética) como del tiempo biográfico (cálculo del mejor futuro posible). En virtud de ello, sólo a través de la constancia en el trabajo podía esperarse la intramundana salvación personal, lo que exigía ocupar un empleo duradero como condición de posibilidad.
Pues bien, tras la revolución socioeconómica del trabajo contingente, es posible que todo lo anterior esté pasando a la historia. Ahora los empleos ya no van a ser de por vida, como si se estuviese unido a ellos por un vínculo indisoluble, sino que serán caducos, ocasionales y perecederos, por lo que habrán de sucederse y disociarse unos de otros como si les distanciase una especie de promiscua poligamia laboral, separados entre sí por lapsos de inactividad y desempleo que introducirán rupturas de la continuidad vital. Por tanto, las carreras laborales estallarán en retazos, desintegrándose en flecos dispersos, discontinuos y fragmentarios. Las secuelas son muy graves, destacando el freno a la inserción laboral de los jóvenes (que penaliza la formación de nuevas familias, con grave reducción de una fecundidad cada vez más tardía) y la quiebra de la continuidad de la carrera ocupativa, drenándose drásticamente la capacidad de ahorro personal a lo largo del curso de vida (lo que agrava todavía más la financiación de las pensiones contributivas). Pero eso no es todo, pues además se está desnaturalizando la construcción de la propia identidad, hasta ahora basada en la ética del trabajo como fuente de autorrealización personal. En efecto, si en la cultura del individualismo el trabajo es el alma de cada vida personal, ahora resulta que en la era del empleo precario uno ya no dispone de una sola vida en propiedad, de la que se sienta único titular, sino de múltiples vidas eventuales y contingentes, sólo interinamente habitadas y todas igualmente cortas, sórdidas y brutales (como era para Hobbes el estado de incivilidad).
En consecuencia, ya no se puede trazar una carrera vital linealmente programada a largo plazo, pues las trayectorias personales se quiebran en rutas secundarias de corto recorrido, con encrucijadas aleatorias, vías muertas de espera forzosa, ramales múltiples que se enlazan en círculos y bucles de retorno y marcha atrás que imponen la necesidad de volver a empezar. Por tanto, el intento de autodeterminar la propia biografía es ya una pasión inútil sólo destinada a fracasar, dado que el trayecto a recorrer ya no es de dirección única con un solo destino final, sino que se trata, según la imagen borgiana, de atravesar un jardín de senderos que se bifurcan, encarnando una sucesión intermitente de vidas dispersas que sólo parecen, como en Macbeth, historias narradas por idiotas, carentes de sentido y llenas de ruido y furia. Así amenaza con desintegrarse la construcción unitaria de un solo yo individual, ahora internamente dividido en una irrelevante sucesión de yoes impostores que pugnan por suplantarse unos a otros al ser incapaces de articularse con los demás. Y ya no cabe creerse el sujeto ficticio de la propia biografía, ante la evidencia de ser tan sólo un fugaz objeto de furtivas vidas extrañas, eventuales e interinas.
¿Quiere esto decir que la meritocracia está dejando de resultar posible como proyecto moral? ¿Caminamos hacia un incierto posindividualismo que renuncie a la ética del trabajo como instrumento de autorrealización personal? Admitiendo la hipótesis de que ya no hay vuelta atrás, y que el pleno empleo de por vida ya no será posible nunca más, cabe imaginarse los modos de acomodación a este horizonte que finalmente se adoptarán. Es posible que a la corta se imponga un escepticismo fatalista de cuño posmoderno: si hay que vivir al día sin poder programar nuestro imprevisible destino, ¿por qué no abandonar toda improbable esperanza, dejando de creer en ningún inverosímil proyecto moral? Pero, a la larga, nuestra sociedad se habituará.
El género humano siempre ha sabido adaptarse a los cambios sociales. Así lo hizo cuando se produjo el cambio de la sociedad patrimonial a la meritocrática, y así lo hará cuando culmine el cambio hacia la sociedad del trabajo contingente. Al fin y al cabo, algo análogo ha sucedido ya. Me refiero a la histórica transición experimentada por las carreras familiares, que dejaron de regirse por matrimonios indisolubles y aprendieron a divorciarse sin renunciar por eso a la búsqueda de mayor felicidad personal. Pues bien, algo semejante podría suceder con la carrera ocupativa: el que deje de regirse por el empleo indisoluble, admitiendo la generalización del divorcio laboral, no implica que haya de renunciarse a la propia realización a través del trabajo constante, pues probablemente la ambición siempre prevalecerá.
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