Phoolan, Nadila, y Encarna
El avión que me devuelve a España, procedente de México, ha traído un meneo oscilatorio del que sólo se hará remota idea ese lector probable que le adivine el ritmo a esta vieja canción norteña: "Afloje la cintura, no pierda su compás, / y mueva la cadera con más velocidad,/ repéguese otro poco, no se haga para atrás, / no sea usté tan ranchera y aprenda a vacilar". Rememoré en los aires, y me pareció un vals, el tatachín de El mariachi loco, esa canción tan popular que sólo es popular y no figura en las listas de éxitos, con las innovaciones introducidas, en su estructura ínfima, durante los últimos meses. Hasta julio, cosa que algún perverso tal vez recuerde, los músicos mexicanos callejeros juraban que el mariachi loco nada más deseaba, según las zonas, tararará, bailar o gozar. En agosto, quemando etapas, el mariachi loco quería chupar y hacerlo, ya metido en faena, en casi todas las direcciones: "Chupa por aquí, / chupa por allá, / chupa por delante / y chupa por detrás". El chupacabras, en este mismo instante otoñizo, ha congelado algunas de las vías estivales de acceso. Y así es digno de ver y oír, por allí, a cinco bigotudos cantando: "Somos locas / de corazón, / pero mucho más / el del guitarrón". Total, que un viaje saltarín da para muchas gaitas, entre calambres, mantitas, vasos de plástico, toallitas húmedas, toses espasmódicas, antifaces, cascos, cinturones de castidad, patucos, almohadillas erráticas y venta de perfumes.Mientras tanto, en otro avión acaso más estable, procedente de Delhi, llegaba a España una mujer famosa, Phoolan Devi, para presentar su autobiografía: La reina de los bandidos. He seguido con interés sus pasos, para lo mismo, por diversas capitales europeas. Es curioso, que así suele decirse cuando para nada lo es: deja por doquier una estela discreta de desilusiones. Se la recuerda como aquella joven que, con los ojos vendados, fue víctima de una violación colectiva, durante 23 días, en la aldea de Behmai. Se la recuerda, sobre todo, regresando a esa aldea, dos años después, para matar a 23 campesinos. Decepciona, pues, que ahora aparezca limpia y arreglada, al punto de provocar en un periodista francés este espontáneo, comentario: "¡Qué diferente de su leyenda, esta burguesita atildada, envuelta con extrema coquetería en un sari amarillo!". Así es el exotismo: en cuanto el horror sale de la cabeza ajena, el hastío se le instala en la propia.
Por suerte, al hilo de mis artículos del mes pasado sobre melancolía y depresiones, Nadila me escribe, desde Barcelona, una carta que empieza así: "Tengo la tarde tan tonta y retorcida...". Dice eso de la tarde, pero luego me adjunta dos sobrecogedoras narraciones. En una de ellas, la narradora aspira a quedarse colgada de la letra ene (de nada y de nadar, de nombrar y con nitidez, de noviembre, de nadie y de Nadila) para que ella le ayude a remontar las no pocas adversidades. En la otra, una madre como Dios manda se toma al pie de la letra, y con sus propias manos, aquello tan bonito de ponerse a criar hijos (sin dejarlos que crezcan, que luego ya se pierden con las drogas) para poblar el cielo. Consuélese Nadila, pues hila fino, con la magna desolación de Villaespesa: "¡No tengo ya un deseo que no haya poseído, / ni duermo con un sueño que ya no haya gozado!". (Entonces lo tenían muy fácil: no existía el Premio Cervantes).
Uno se tranquiliza con otra carta, escrita ésta en Madrid y firmada por Encarna: "Tengo a mi marido con demencia senil, ya no conoce a nadie y hay que hacérselo todo. Me ayudan Mari Jose, que es una asistenta social que viene tres días a la semana, y mi vecina Feli". Pues bien, esta señora, que confiesa tener 74 anos de edad y que aparenta menos por el estilo, me cuenta que hace unos días, al leerle un artículo mío a su marido inconsciente, éste reaccionó por vez primera en muchos años cuando, a la altura de una definición ("El verbo es la parte más gorda del rabo del cerdo"), sí, él "me apretó la mano, me miró fijamente, y yo supe que había vuelto a reconocerme".
A falta de otros, pueda aquí la escritura tener valores curativos sin enfangarse en el sentido, tan común, ni en la cursilería hasta las cejas. O que se limite a reflejar, tal cual, eso que acaba de decirme, al pasar, una portera asturiana: "No, este año, aquí, mucho no llovió".
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