Las navajas
Creía uno que los duelos de navajas y sangre eran una cosa del pasado lejano, de una brutalidad entre primitiva y folclórica, la clase de violencia que atrae tan misteriosamente a los literatos más pusilánimes, gente que vive en el abrigo y el hastío de las bibliotecas y atribuye a la crueldad una poesía inexistente de atrevimiento y coraje. Confortablemente encerrado en casa, protegido del mundo exterior tras paredes cubiertas de cortinajes y libros, y verjas de jardín, Borges imaginaba de niño la épica de los delincuentes que estarían celebrando sus peleas de puñales muy cerca de donde él vivía, en las esquinas y en las tabernas que no pisaba nunca. En algunos de los mejores cuentos y poemas de Borges, los cuchillos tienen una presencia tan obsesiva como las espadas en las sagas nórdicas que le gustaban tanto. En El Sur, que es sin duda una de las cimas de su obra y tal vez de la prosa en español de este siglo, un pobre hombre de ciudad, acobardado, convaleciente, debilitado por las enfermedades y los libros, conoce un instante irrisorio de heroísmo o de sacrificio al empuñar torpemente un cuchillo frente al bandido que lo ha provocado y que va a matarlo por nada, por el gusto de cortar una vida con un filo de acero. En otro cuento, dos hombres pelean a muerte con dos cuchillos, y ninguno de los dos sabe que su duelo no tiene nada que ver con ellos mismos, con su voluntad o su odio, porque son los cuchillos los que quieren chocar entre sí y repetir una contienda en la que llevan siglos enredados, usando como instrumentos y mediadores a parejas de hombres a los que atraen con una fuerza de imanes simultáneos: es también Borges quien dice de la mujer que ama, en uno de sus poemas de juventud, que en ella está la delicia "como está la crueldad en las espadas".La crueldad y la vileza están en las navajas igual que está en ellas el metal afilado. Cualquier arma, una navaja, una pistola, tiene siempre una virulencia de alacrán al acecho, y por eso despiertan en nosotros una emoción turbia, y cuando tocamos la culata de la pistola y sentimos su peso de hierro en las manos, o apresamos entre los dedos el mango de una navaja, nos parece que su tacto nos impulsa a apretar, que sin querer nuestros dedos se cierran en torno a ese objeto que al mismo tiempo nos asusta y nos repugna. Hace años, en la oficina donde trabajaba, alguien que tenía un aspecto del todo normal estaba contándome que había recibido amenazas de muerte por una disputa sobre objetos robados (es alucinante la cantidad de historias que a uno pueden contarle con sólo que tenga una resuelta vocación de escuchar). "Pero si vienen por mí yo voy a defenderme", dijo mi interlocutor con la misma tranquilidad que si me hablara de un trámite administrativo, y al decir eso se apartó hacia un lado el faldón del anorak y sacó una pistola que llevaba cruzada en el cinturón, dejándola un momento encima de mi mesa, para que yo la viera, sobre mis papeles y mis expedientes. No se parecía en nada a esas pistolas bruñidas de las películas: era una cosa grande, roma, muy pesada, deforme, como un rudo trozo de hierro manchado de óxido, con algo de herramienta primitiva y de bloque de escoria. Aquel hombre, creyéndose que llevaba una pistola sujeta por el cinturón y dispuesta a obedecerle en cuanto él quisiera, no sabía que la pistola lo llevaba a él, que lo empujaba con su fuerza secreta debajo del anorak, escondida y maléfica, igual que los filos de los cuchillos a los duelistas de Borges.
Pero en las armas no hay nada de la belleza que les asignan las películas y los libros, que suelen ser productos de imaginaciones tan poco habituadas a la simple crudeza de la realidad como la de Borges. En uno de sus romances, Lorca dice que las navajas resplandecen "bellas de sangre contraria". En una película en blanco y negro de Bogart, en un cuadro de Andy Warhol, cuchillos y pistolas aparecen como objetos simbólicos, como figuraciones visuales abstractas que, sin embargo, guardan dentro de sí un estremecimiento de incitación a la temeridad.
En las noches reales de la ciudad, sin embargo, en esos túneles de alcohol, vandalismo y delirio en que se convierten algunas calles desde que anochece el viernes hasta que amanece el domingo, las navajas vuelven a brillar en relámpagos de agresión y homicidio, y no creo que quede nadie tan imbécil como para asignarles un residuo de belleza, para convertir en figuras de una sombría heroicidad marginal a quienes las manejan. En su casa del barrio de Palermo, el niño gordo y miope que sería Borges hacia 19 10 se desvelaba en la cama, sofocado de mantas, de protección y de literatura, imaginando los lances de sanguinario coraje que en estos momentos estarían sucediendo muy cerca de él, en la noche del suburbio, a la luz canalla de los faroles de las esquinas y de las lámparas sucias de los prostíbulos. En Madrid, cualquier noche de fin de semana, uno se duerme escuchando, debilitados por la lejanía y por el sueño, cláxones y sirenas de policías o de ambulancias, gritos de borrachos, estrépitos de cristales rotos, de papeleras y cubos de basura volcados a patadas, entre risas beodas.A la mañana siguiente las aceras desiertas están sucias de meadas y vómitos, el periódico explica que junto a un portal por el que uno pasa todos los días a alguien lo mataron clavándole una navaja en el corazón hace sólo unas horas, en menos de un instante, en medio de una confusión tan repentina que luego casi nadie recuerda de verdad lo que sucedió. La crueldad está en las navajas y las pistolas, en las puntas de las botas herradas con que una horda de rapados patea a un inmigrante, en la sustancia misma del alcohol tragado con una vocación de borrachera inmediata y temeraria agresividad. Cada fin de semana la noche es un túnel con filos de cristales rotos y de hojas de acero. El lunes de madrugada, los barrenderos recogen desganadamente las usuales toneladas de inmundicia, y cuando ya ha entrado la mañana la gente pisa, en una acera de la calle Barquillo, unas manchas oscuras que tal vez son de la sangre de alguien a quien el turbio azar de la sinrazón y la noche designó para que muriera de un navajazo.
Babelia
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