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Un héroe de película

Hace 75 años, en la noche del 5 al 6 de diciembre de 1921, se firmó en Londres el acuerdo que daría origen al Estado Libre de Irlanda. Las negociaciones se celebraron en la residencia del primer ministro, Lloyd George, que encabezaba la delegación del Gobierno de Su Majestad. La delegación irlandesa estaba dirigida por Arthur Griffith y Michael Collins. El acuerdo, alcanzado minutos antes de las tres de la madrugada, establecía la partición de Irlanda y reconocía la lealtad del nuevo Estado a la Corona británica: ésos habían sido los dos puntos centrales de la negociación, iniciada el 11 de octubre.El 5 de diciembre por la noche, Griffith, que se consideraba accidentalista respecto a la monarquía, anunció que él firmaría el acuerdo (luego, conocido como El Tratado) aunque no lo hicieran los demás. Lloyd George comunicó que había sido advertido por el líder de los unionistas de que, si no había acuerdo de partición, en menos de tres días estallaría la guerra civil en el Ulster. Collins, sin tiempo para consultar a su jefe, Eamon de Valera, que permanecía en Dublín, decidió firmar. Pocas horas después escribía una carta cuyas últimas palabras resultaron proféticas. "Esta mañana, temprano, he firmado mi sentencia de muerte", decía.

El 22 de agosto del año siguiente, tras ocho meses de guerra civil entre nacionalistas partidarios y contrarios al Tratado, Michael Collins viajó a Cork, donde había nacido 31 años antes. En un lugar llamado Beal na Blath, en el que esperaba encontrar al jefe local del IRA, Liam Linch, para ver si era posible un alto el fuego, unos desconocidos le dispararon en la cabeza. El asesinato recrudeció la guerra civil, que se extendió todavía durante 12 meses.

La trayectoria de Michael Collins, el protagonista de la película de Neil Jordan a punto de estrenarse aquí, es característica del destino de muchos irlandeses de su generación. Había trabajado en un banco de Londres antes de regresar a Irlanda para convertirse en el principal estratega del IRA, su verdadero jefe. Tras la firma del Tratado, sin embargo, renunció a la violencia y se convirtió en un demócrata partidario de los métodos pacíficos y constitucionales.La fascinación que siempre ha ejercido el nacionalismo irlandés sobre el vasco tuvo su última manifestación en los esfuerzos por trasladar a Euskadi las enseñanzas del proceso de paz abierto en 1994 en Irlanda del Norte. En abril de 1995, el PNV envió a Belfast y Dublín una delegación encabezada por Juan María Ollora. Este burukide presentó la semana pasada el libro Una vía hacia la paz, en el que desarrolla su propuesta de pacificación de Euskadi sobre la base de un acuerdo con ETA en tomo al principio de autodeterminación. El libro contiene un capítulo sobre experiencias internacionales que avalarían sus planteamientos. En el caso de Irlanda, sin embargo, la mención a la autodeterminación es equívoca: fueron los unionistas quienes la invocaron en 1921 para reivindicar su derecho a mantenerse unidos a Gran Bretaña. Y los acuerdos Londres-Dublín de diciembre de 1993, que dieron paso al proceso de paz, se apoyan en el compromiso de respetar la decisión de la población de Irlanda del Norte: lo que desde hace 75 años exigen los protestantes contra la pretensión del republicanismo de reunificación por la brava.

Ollora también formó parte de la delegación del PNV que visitó Israel, donde se entrevistó con Yossi Beilin, viceministro de Simon Peres y pieza fundamental del acuerdo de paz, algunas de cuyas enseñanzas considera aplicables a Euskadi. Sin embargo, otro asesor de Peres, el historiador Yasir Hirschfeld, que participó en las conversaciones de Oslo, expresó -en una visita que realizó a San Sebastián hace dos años- serias dudas al respecto, argumentando que "en el País Vasco ya existe un Gobierno autónomo". Es un argumento decisivo, que descubre uno de los puntos débiles del planteamiento de Ollora: arriesgar el consenso existente en tomo al Estatuto, en el que se reconoce el 80% de los vascos, en aras de integrar a la minoría que apoya a ETA (en torno al 15%) sólo puede agravar la desvertebración del País Vasco, polarizando -y ulsterizando- a su población. Pensar que ello pueda favorecer la pacificación es poco realista.

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