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El tablero de la justicia

El actual convulso escenario de la justicia penal de nuestro país ha conocido en estos días dos hechos de singular relevancia, que resulta imposible no relacionar: uno es la decisión de la mayoría de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de no citar como imputado al ex presidente González; el otro, la polémica designación del nuevo presidente del mismo alto órgano jurisdiccional.Es claro que acontecimientos de esa índole merecerían atención y análisis en cualquier circunstancia. Pero resulta todavía más evidente que el abigarrado conjunto de vicisitudes que rodean a uno y otro suceso los connota objetivamente de un modo particular. Y -¿por qué no decirlo?- preocupante.

Así, mientras en el primer caso es bien advertible la ruptura con los estándares de una interpretación consolidada de la legalidad procesal, en el segundo se perciben síntomas inquietantes de que podría seguir existiendo una distancia sensible entre las prácticas del, Consejo General y el ideal constitucional de independencia política en su funcionamiento.

Que el auto de la Sala Segunda del pasado día 14 innova es algo que nadie familiarizado con sus pautas habituales de actuación podría poner en cuestión. Innova con la innecesaria e inusual invocación de la gravosa proyección extraprocesal de las consecuencias del proceso y, muy particularmente, por la vehemencia con que lo hace (para delicia de más de un criminólogo crítico). Pero, sobre todo, innova cuándo introduce un criterio de lectura de los preceptos relativos a la imputación, que, de seguirse en lo sucesivo, convertiría a los propios tribunales en los agentes de una inédita política de descriminalización. Sin duda alternativa a lo que hoy es la normalidad jurisprudencial, e incidente aquí en asuntos que no son, por cierto, de los de bagatela. Pero el auto no sólo innova, también sorprende por la insistencia en la atribución al instructor de una objetividad e imparcialidad en la valoración de los datos que -al ser lo que se ha cuestionado- más que afirmadas apodícticamente tendría que haberse demostrado, y no lo han sido.

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Para despejar posibles dudas sobre la pertinencia de estas observaciones, propongo un elemental ejercicio de imaginación. Primero, deberá tomarse el supuesto de autos, para despojarle de las connotaciones personal-institucionales que le confieren su perturbadora singularidad. Después, el experimentador se preguntará (con toda la sinceridad que pueda) cuál habría sido el modo de proceder del mismo tribunal en presencia de una denuncia parecida de coimplicación delictiva producida en el marco de un grupo de sujetos articulado conforme a un sistema análogo de relaciones de supra y subordinación, y en presencia de un cuadro de indicios de calidad semejante. La respuesta no hay que esperarla. Está ya dada una y cien veces en el repertorio de resoluciones de la Sala Segunda.

Pero no acaban aquí los aspectos controvertibles del auto comentado. Hay, al menos, uno más. Es un último recurso dialéctico a la razón del estigma, aquí sospechosa por la debilidad de las de otro género, y más aún por lo recurrente. Como si no bastase ya con la -cuestionable- existencia del suplicatorio, se refuerza lo excepcional de su significación con una interpretación ampliadora del alcance del privilegio. El tribunal dice tener en cuenta el gravamen del plus de publicidad que se derivaría, en este caso, de su propio rango jurisdiccional y del uso del suplicatorio; pero no repara en que, de este modo, añade excepcionalidad a lo excepcional con el aludido modo hiperrestrictivo de entender los parámetros legales de la imputación, tan pobremente fundado. Además, es curioso, en un caso en el que hay buenas razones de ley para opinar que no habría sido necesario siquiera poner en marcha ese procedimiento tan esencial.

Es, precisamente, la obviedad de estas consideraciones lo que, con una abrumadora carga de buen sentido procesal y de rigor técnico, ponen de manifiesto los autores del voto discrepante, que, lo diré sin dudar, habría expresado el parecer unánime del tribunal en cualquiera otra situación.

La decisión de la Sala Segunda de no llamar al ex presidente se acompaña, pues, de la propuesta de lectura, pretendidamente sólo jurídica, a que se ha hecho referencia. Esta ha sido eficazmente cuestionada por el voto discrepante, que incluso llega a la denuncia de relevantes perfiles de inconsistencia, puestos de manifiesto en la valoración diferencial que el instructor y la mayoría han hecho de algunos datos, que, al parecer, sirven para imputar, pero sólo según a quién.

En definitiva, no cabe duda que la decisión de los que en este caso expresan el punto de vista del tribunal, si cierra formalmente un capítulo, abre a la vez la puerta a nuevas preguntas. Y éstas, conforme a una lógica de uso en el propio auto, sólo hallan respuesta convincente en el plano extraprocesal, que es, al fin, lo que el voto particular ha puesto de relieve.

Interrogantes deja igualmente en el aire otra decisión que tiene de nuevo como sujeto -en este caso pasivo- a la propia Sala Segunda. Están presentes en la primera página de todos los periódicos, en los que se lee el mismo clamor: el Consejo General del Poder Judicial aparece una vez más como el tablero en el que otros -los partidos- mueven sus fichas, no obstante tratarse de un espacio institucional que debería permanecer rigurosamente al margen de esas dinámicas.

Cierto que se han alzado voces del mismo Consejo formulando protestas de independencia. Pero éstas tienen poca fuerza frente a la desasosegante presencia de todo un cúmulo de datos, cuya persuasiva evidencia resulta reforzada por el hecho de que decisiones tan relevantes como la que se comenta carecen de la menor justificación argumental. ¿Por qué se excluye -es sólo un ejemplo de pregunta en el aire y por responder- a un candidato que es ya buen presidente de otra sala del Tribunal Supremo, que ha sido un buen magistrado de la propia Sala Segunda y que goza de un prestigio inobjetable? ¿Por qué en una situación tan delicada como la actual, y con la perspectiva de una intervención de la Sala Segunda como la que se avecina, se decide un tema así sin dar la menor razón? ¿Cómo es que el Consejo no ha sido consciente de que, al operar de este modo, iba a transmitir a la opinión la desoladora impresión de haber nombrado un presidente ad hoc?

La prensa informa también sobre un pacto entre partidos sugestivo de que la sombra del banquillo habría generado en Cataluña más solidaridad que la que produce el disfrute -implícitamente compartido- del banco azul. Pues bien, será o no será, pero el desazonante y abrumador precedente Pascual Estevill, todavía por explicar, puede legítimamente operar como hilo conductor en el obligado ejercicio de hermenéutica política.

Para salir de este embrollo, pero, sobre todo, para que situaciones así no vuelvan a producirse en lo futuro, el Consejo, a quien incumbe el deber de estimular los usos racionales en los jueces, tendría que ser el mismo espejo de racionalidad en la toma de decisiones. Y aquí no se habla de consejo en abstracto, sino de este Consejo, que soporta las hipotecas heredadas y las implícitas en el proceso de selección de sus miembros, pero que había despertado razonables esperanzas de mejora en vista de las cautelas que concurrieron en su formación.

Mientras tanto, con lo que pasa, después de todo lo sucedido, una pregunta se hace de nuevo inevitable: ¿se judicializa la política? ¿Ono es más bien la justicia la que insistentemente trata de politizarse?

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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