Se busca carnicero
A un servidor le ha desaparecido el carnicero.No es cuestión baladí que a uno le desaparezca el carnicero. Antes bien, en lo que a un servidor atañe, la desaparición del carnicero equivale a la caída del Imperio Romano.
El carnicero es Jose, maestro del arte cisoria, cuyo virtuosismo deslumbraba en el Comercial, de la calle Goya. Extendía en la tabla los morcillos y las contras, faldas y espaldillas, villagodios y lechezuelas con las restantes piezas del buen yantar (los mondongos para su padre, salvo si iban destinados a duelos y quebrantos), templaba el cuchillo a toque sutil de chaira, y al oír La nota dulce que emitía la afiladura, se agrupaba la clientela a contemplar el concierto tablajero. Ni La consagración de la primavera podría suscitar tanto sentimiento.
No se limitaba Jose a deshuesar y trocear canales a demanda de pieza y peso sino que conocía las preferencias del cliente, le aconsejaba, le sugería variaciones gastronómicas con que mejorar el condumio y, al acuerdo, atasajaba firme y suave con la delicadeza propia de un artista poseido por las musas. Después de eso, el cliente pagaba a gusto y hacía. mutis creyendo en Dios.
He aquí el recurso del pequeño comercio, la batalla que siempre tendrá ganada en su guerra contra las grandes superficies: ofrecer buen género, conocer al cliente, darle satisfacción. Las llamadas grandes superficies podrán vender desde un alfiler hasta un elefante, y esta es su ventaja, pero nunca llegarán a compensar el trato directo, cálido y profesionalizado, patrimonio exclusivo del detallista.
La norma recientemente aprobada de que las grandes superficies sólo abrirán 13 días festivos al año, es un atropello al usuario y una sinrazón. Como decía El Gallo, tiene que haber gente pa to; y unos necesitarán hacer la compra en festivo porque les es imposible los restantes días, otros no renunciarían jamás, ni por todos los cigarros que hay en La Habana, a la confianza que les inspiran los Joses y a la oferta selectiva del pequeño comerció.
Casi tanto cabría decir de los restaurantes, quejosos de la televisión. Gente pa to. Ni la televisión, ni el fútbol, ni quienes gozan de este maridaje deberían ver recortados sus derechos porque en días de partido los restaurantes pierden clientela.
Imagínese que fuera al revés. Imagínense ambrosías a módico precio, cuyo irresistible atractivo consiguiera poner el lleno de "no hay billetes" diariamente en los restaurantes, dejando sin audiencia a la televisión. Y que, entonces, a exigencia de las televisiones en crisis, la autoridad les obligara a cerrar los sábados noche al objeto de que, no teniendo donde ir a cenar, la gente hubiera de conformarse con recluirse en casa y ver, de paso, un partido de fútbol televisado.
Parece un sarcasmo que en pleno Estado democrático donde imperan las libertades, la solución a los problemas de la economía de libre mercado se cifre en la prohibición. Es un descarado sarcasmo, en realidad. Es un atropello intolerable a los derechos del consumidor. No afecta el problema a un servidor, bien se ve. El problema de un servidor es Jose, que desapareció sin dejar rastro. Un buen día llegó un servidor a la carnicería y ya no estaba. Otros clientes, que también se encontraron con la sorpresa, deambulaban por allí, desasistidos y perplejos, sin atreverse a elegir, menos aún solicitar aquella aleta que abría Jose y luego rellenaba al dictado del cliente con las porciones de carne picada, jamoncito vetado, trufa, una pella de foie y lo que fuera menester.
Cundía la consternación y a punto estuvo de constituirse la Asociación de Damnificados por la Desaparición de Jose, concertar el comité de búsqueda. Seguramente se formalizará en fecha próxima si Jose no aparece. Quizá se produzcan igualmente sustituciones de dependientes en las grandes superficies, pero no es lo mismo. Ellos no conocen al cliente, menos aún sus gustos y preferencias, como en el pequeño comercio. En fin, salvo que le haya tocado la lotería y esté en el Caribe, Jose el carnicero aparecerá. De eso se encarga un servidor, que ya barrunta la pista. De algo le tendrían que valer su sensible paladar, su olfato agudo y su docto criterio en cuestión de solomillos.
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