Hablemos de autonomía
A principios del pasado mes de octubre se produjo un conflicto en el acto de apertura de curso de la Universidad de Alicante entre el presidente de la Comunidad de Valencia, Eduardo Zaplana, y el rector de Universidad, Andrés Pedreño. Ese conflicto ha dado lugar a cierto debate público sobre la autonomía universitaria. La actitud de las autoridades políticas hacia la enseñanza en general, y hacia la educación superior en particular, puede ser indicativa del concepto estratégico de sociedad y de democracia que se transmite. Considero que ese debate es de gran interés para los ciudadanos, y quisiera contribuir modestamente al mismo, sin polarizarlo sólo alrededor del conflicto de Alicante, y centrándolo en consideraciones más generales que afectan a todas las universidades españolas. La" autonomía universitaria está recogida en la Constitución Española, lo cual no es frecuente en los países de nuestro entorno europeo, aunque es cierto que en pocos se ha producido un intento de subordinación de la universidad al poder político como el que se produjo en España durante la larga dictadura franquista: recuérdese el espectáculo bochornoso de profesores expulsados por sus opiniones, o el de muchos estudiantes expedientados por su actividad política. Es comprensible que los padres de la Constitución de, 1978 se vieran impulsados a reconocer la autonomía y que incluso antes, el ministro de Educación Villar Palasí y su subsecretario, Ricardo Díez Holchleitner, constataran abiertamente el agotamiento del modelo que se venía manteniendo, hasta tal punto que llevaran adelante el proyecto de crear universidades más acordes con las de los países democráticos. Así nacieron, en el año 1968, las universidades Autónoma de Madrid, de Barcelona y de Bilbao, con cierta capacidad de autogobierno en lo relativo a la contratación de profesores y a la gestión presupuestaria. Estas universidades aprovecharon con eficacia las posibilidades que se les ofrecían y se situaron entre las más prestigiosas del país por sus niveles de enseñanza y de investigación. Tras un breve periodo de tiempo, aquellas libertades incipientes fueron denostadas y reprimidas, pero la semilla ya estaba sembrada. Pocos años más tarde esa capacidad de autogobierno se recuperó y se extendió a la elección de cargos académicos, incluido el de rector. A lo largo de este proceso, la universidad pública española, que durante la época franquista se había devaluado tremendamente, comenzó una lenta pero fructífera recuperación, que se generaliza en el año 1983 con la promulgación de la Ley de Reforma Universitaria, mediante la cual todas las universidades públicas españolas alcanzaban las mismas cotas de autonomía. A pesar de ciertos errores de la Ley de Reforma, que en la actualidad están en proceso de revisión, creo que no puede negarse que en el breve periodo en el que las universidades españolas vienen gozando de cierto autogobierno, su contribución a la sociedad ha sido muy positiva. Con recursos económicos muy escasos han atendido a un crecimiento espectacular en el número de estudiantes, han mejorado en la calidad de la enseñanza y en los equipamientos docentes, laboratorios y bibliotecas, han extendido considerablemente la investigación, han acometido la reforma de los planes de estudio y la puesta en marcha de nuevas carreras, han modernizado sus infraestructuras y se han adecuado ejemplarmente a las peculiaridades autonómicas sin perder su carácter previo y universal. Conviene reflexionar sobre cómo hubiese podido hacerse todo esto en la situación anterior: con intervención previa de los expedientes de gasto, con una planificación -o, mejor dicho, falta de planificación- de los cuerpos docentes, tutelada desde el Ministerio de Educación o en ausencia de democracia interna y, por tanto, de consenso en la comunidad universitaria. Mi conclusión es que habrían hecho menos, peor y de forma más costosa. Quiero subrayar que mi opinión es que la universidad y a no es, afortunadamente, lo que era hace 30 años. Tenemos una universidad mejor, de más calidad en la docencia y en la investigación, preocupada por los problemas de nuestro país y nuestra sociedad, pero que, indudablemente, ya no es el bastión de la lucha política, porque existen cauces democráticos. en el país que entonces no existían. Volviendo a este conciso relato, las universidades españolas se incorporan, tras ese breve rodaje por la autonomía, a la convocatoria de la Universidad de Bolonia en 1988, para la firma de la Carta Magna de las Universidades Europeas. En. este documento el concepto de autonomía figura como el primero de sus principios fundamentales; autonomía entendida como independencia moral y científica frente a cualquier poder político y económico, para producir y transmitir de manera crítica la cultura y la ciencia. Esta idea encierra de modo sintético la necesidad de autonomía para que la universidad pueda cumplir los fines que la sociedad le exige, no sólo frente al poder político, sino también frente a otros poderes económicos 0 corporativos. Naturalmente, autonomía no significa falta de sometimiento al marco jurídico general o ausencia de control por parte de la sociedad, sino que estas facultades se ejerzan con el respeto que la institución universitaria se debe a sí misma y demanda de su entorno. La autonomía universitaria se basa en un equilibrio extremadamente delicado, permanentemente vulnerable a presiones del exterior, desde grupos de presión que pretenden limitar la libertad de decisión universitaria y también desde el seno de la propia comunidad universitaria. En este sentido, pretender llevar la autonomía a los departamentos universitarios, a las facultades o escuelas o, en definitiva a grupos más o menos pequeños o de clan, redunda igualmente en perjuicio de la universalidad de la institución. U olvidarse de que la autonomía universitaria se basa en que esta institución se debe a la sociedad y no a los que trabajan en ella, lo que sería otra forma de privatización. La autonomía universitaria se ejerce en el seno de la institución utilizando los cauces de opinión y representación plasmados en sus estatutos y reconociendo la capacidad de armonización que reside en sus órganos colegiados y unipersonales. La relación entre las universidades y el poder político, o dicho de modo más suave, la Administración que nos tutela, sólo puede basarse en una comprensión mutua y profunda del papel de cada intuición, en el respeto y en el diálogo. Esta relación no debería ser difícil de alcanzar (no olvidemos que la propia universidad aporta de entre sus miembros una parte importante de los cargos de la Administración, del poder legislativo o de importantes órganos constitucionales). Por poner un ejemplo, en el que he tenido el honor de participar, la transferencia de las universidades de Madrid a la Comunidad Autónoma, se ha realizado en un clima propiciador del mayor respeto y consideración recíprocos, y se ha empezado a encontrar eco a demandas académicas y presupuestarias pendientes, francamente desatendidas hasta hace pocos meses. La creación de la nueva universidad pública de Madrid, Rey Juan Carlos, ha alcanzado el consenso unánime de las demás y un compromiso de franca colaboración. Por otro lado, el Consejo de Universidades es un marco adecuado para la expresión de la legítima pretensión del Gobierno de tener una política nacional para la enseñanza superior y, además, debe cumplir la tarea de coordinar la oferta académica de las universidades. Es interesante reflexionar sobre la financiación de las universidades en este con texto. Existe un estereotipo muy extendido sobre la autonomía universitaria, entendida como necesariamente limitada por el hecho de que la mayor parte del presupuesto universitario procede de las arcas públicas y, por tanto, "que el que paga manda". Sin embargo, basta un ejemplo, para valorar este prejuicio: el presupuesto del Tribunal Constitucional, el de los órganos jurisdiccionales o el del Defensor del Pueblo, también procede de los presupuestos generales del Esta do, y a todas estas instancias, como es bien sabido, se les exige independencia frente al poder político. Por tanto, la subvención pública a la universidad, no sólo no está reñida con el principio de autonomía, sino que, por el contrario debe asegurarlo. La gestión y financiación de las universidades por organizaciones confesionales o por empresas limita más la libertad. La creencia generalizada de que el Estado financia a las universidades públicas no es a mi juicio totalmente correcta. A quien financia es a los estudiantes universitarios. Examinar el sistema británico puede contribuir al mejor entendimiento de esta idea. En dicho sistema, cada estudiante ingresa íntegramente el precio de coste de la enseñanza y, posteriormente, el Gobierno o las administraciones locales, conceden una beca al estudiante por una parte, o por la totalidad del coste de las tasas y gastos de residencia. El desconcierto de este sistema conduce a sostener juicios tan aparentemente cotradictorios como "que las universidades inglesas son muy caras" o que "casi todos los estudiantes universitarios ingleses pagan muy poco". A mi juicio, la consideradón más objetiva es que los niveles de financiación de la enseñanza superior, y de la investigáción, son aún en España bastante inferiores a los de los países desarrollados, entre los que queremos encontrarnos. Pienso que nuestra prosperidad futura depende, sobre todo, de que esta idea se acepte y, progresivamente, se aumenten los gastos en educación y ciencia. Considero que una mayor y mejor información sobre éstos y otros extremos relacionados con el sistema universitario español y otros europeos, podría contribuir a centrar y atemperar el debate. En cualquier caso, en mi opinión, hablar de autonomía universitaria será siempre invocar la libertad y los espacios para su ejercicio, no sólo en la universidad, sino en nuestro país.
Raúl Villar es catedrático de Física y rector de la Universidad Autónoma de Madrid.
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