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Los forasteros hacen las ciudades

Llevar a un forastero a un club campestre madrileño cuesta más o menos lo mismo que invitarle a un buen restaurante. Esto no tendría más trascendencia que el precio de los percebes, o de los pañuelos de seda en las boutiques de Serrano, de no ser porque es uno entre varios indicios posibles de que esta ciudad se está cerrando. Y la idea de aislamiento, en Madrid, resulta tan exótica como el silencio, la avaricia, o el béisbol.La ciudad de Madrid no es muy antigua (lo que por otra parte explica muchas cosas), pero su leyenda, que es la verdadera historia de una ciudad, es una de las más densas en lo que toca a su hospitalidad y su apertura. Aquí no se suele preguntar a casi nadie de dónde viene (los negros y árabes son ahora una inquietante excepción), y justamente esa virtud, y no los ministerios y coches oficiales, es lo que la convierte en capital.

Cuando muchas otras ciudades, no sólo españolas, han olvidado sus propias tradiciones de curiosidad y universalismo para abstraerse en la contemplación de sus raíces, sea lo que sea lo que eso significa, la ausencia de aduanas de Madrid -que no desdibuja la personalidad de la ciudad sino que la acentúa- se vuelve un valor que debe ser preservado a cualquier precio precisamente por escaso. Todo ello explica que haya dado tanto que hablar la frialdad del Madrid oficial en la acogida a los ancianos de las Brigadas Internacionales -no la de los ciudadanos-, que seguramente extraña aún más afuera: es como si nos dijeran que Ginebra se está volviendo capital del flamenco, o que en Estocolmo se imponen las terrazas.

Porque tengo la intuición de que el desaire oficial a los brigadistas no fue tanto -aunque también- un episodio más de la lucha política que cruza el siglo, como una comprobación de que estos ancianos pertenecen a una raza todavía más extinta y por eso exótica, que es la de los internacionalistas. Algo como la España peregrina, que nombró Bergamín, y que paradójicamente, empezando por Cervantes, cofundador de lo español, es la que ha escrito los capítulos más memorables de la historia de este país, el último en Zaire.

Y de esta ciudad: pues si la moderna historia militar de Madrid incluye el por lo menos estrambótico vivan las caenas que expulsa a los franceses, no es menos cierto que la ciudad entra en la modernidad con pleno derecho cuando atrae a gentes de todo el mundo -y entre otros a algunos de los escritores del siglo, como Hemingway, Malraux. o Saint-Exupéry- para defender en sus calles una idea de la civilización: no es extraño que los dos últimos sean miembros de una generación que en Francia llaman de la grandeza humana. Si no importara qué idea -que sí importa-, y olvidados ya quiénes intentaron y siguen intentando manipular el espíritu de ese movimiento generoso, en un sentido o en otro, la universalidad de esa convocatoria ya sería de por sí admirable.Pero por alguna razón esa gente es ahora ajena a la moda de la ciudad y de nuestro tiempo. A causa de no se sabe qué extraño virus causado por la apretura de la boina, los clubs campestres penalizan los invitados, las leyes laborales impiden cualquier inmigración que no sea la del trabajo basura o la del dinero, que nunca conoció fronteras, y la autoridad educativa crea el distrito universitario para obligar a los jóvenes a estudiar en su parroquia y cerca de los guardianes del pensamiento autonómico y de la esencia. Los únicos extranjeros hoy bien recibidos son los futbolistas, siempre y cuando se dejen la piel defendiendo la bandera local. En caso contrario se les puede llamar negros, humillar y enviar a casa sin que nadie diga nada.

Lo más paradójico es que mientras se lleva a cabo esta revolución de campanario, en la calle, Internet, las vacaciones y los programas universitarios de intercambio se está produciendo una de las grandes emigraciones de la historia de este país, y va a más. Como sus protagonistas son los jóvenes, todavía no se ven sus resultados. Y cuánto tardan, la verdad.

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