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El peso del vacío

Con las primeras lluvias otoñales, adelantándose a la gripe (amarilla, galesa o española), vuelve a hacernos la pascua otra epidemia aún mucho más voraz y roedora, cuyos signos principales, catalogados ya por Rufo de Éfeso en la época del emperador Trajano, son el temor y la tristeza, la desconfianza y la falta de ganas. Del amigo hasta ayer tan contento se nos dice de pronto: "Está depre". Sansejodió. Por norma general, nunca hay motivo previo que aclare esa caída en picado, ni un amago de aviso que nos prevenga, nada. Todo se abisma, aun siendo nada, en un conseguir saber por qué, para instalarse en la perplejidad, entre tinieblas, no pudiendo dar crédito que sea un difuso algo (casi nada), repentino y oscuro, el que engendre tamaño sufrimiento. Así es.Y es como si, de golpe, el ser fuera apartado, a sombra y llanto, de cuanto sigue siendo por ahí; o bien perdiera el apetito de la esperanza o se quedara, en fin, de piedra, sin intención alguna de cambiar de estado. Punto muerto. Evaporación. Tozudez fatal. Pase de rosca. Palabras, igual que siempre, para aquello que no las tiene. Nada que ver, en suma, con la desamorosa melancolía del tango, agarrada, a pesar de todos los pesares, al desesperado pero pronunciable tal vez: "Los caminos de la vida se entrelazan / y tal vez, en un recodo, / te encuentre al fin..." Aunque luego la cosa se aborregue y siga, como recordarán Miguel Suárez, Ildefonso Rodríguez y Juan Carlos Suñén: "Pero entonces en tus ojos no habrá fuego / y, en un último destello, / medirás tu decepción". ¿De qué? De nada, que es arte de vivir; de todo, también llamado amor. Del uno, ensimismado hasta esfumarse del todo. Y del otro, que se convierte en nadie, al menos a los ojos del melancólico, ciegos de ver que ya no puede ni tan siquiera con lo suyo, eso que, para Colmo, no es nada.

La historia de Belerofonte, contada por Homero en la Iliada, puede ser tenida por el primer caso de melancolía. Después de mil proezas gratas a los dioses, éstos se maniflestan, de buenas a primeras, como acérrimos enemigos del héroe, empujado a esconderse de todos los humanos para rumiar a solas su inmensa pena. A partir de ese instante, y con Hipócrates por pionero, la bilis negra, situable al principio en el bazo, va a quedar señalada como la responsable de cualquier desajuste melancólico. ¡Y venga purgaciones con eléboro! ¡Y venga otra sangría! Hay que expulsar, a un tiempo, el taedium vitae, la ansiedad, el espanto. Hay que evitar que santa Teresa monte un cirio o una hoguera la Santa Inquisición.

Pero, desde Aristóteles a Marsilo, Ficino, empieza a propagarse también la idea de que, en pequeñas dosis, la melancolía estimula la creación artística, sabe otorgarle a ésta una belleza lánguida, un rasgo de elegancia sombría (el esplín del futuro) e incluso un toquecillo de perversa ironía preleninista (cuanto peor, mejor). Al fin y al cabo, para no remontarnos en exceso, ahí están Baudelaire, Poe, Nerval, Melville, Rosalía de Castro, Kierkegaard, Dostoievski, Larra, Pessoa, Proust, y ya está bien, bronceados con rayos del sol negro. Al asomar los modernistas, ésos que, entre nosotros, más colean, hacen declamación, golpean con la frente en el piano, sollozan que es un gusto e incluso alguno habrá (Agustín de Foxá) capaz de cabrearse por lo que aquí se queda: "Y pensar que no puedo en mi egoísmo / llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja; / que he de- marchar yo solo hacia el abismo / y que la luna brillará lo mismo / y ya no la veré desde mi caja".

Entre todos los melancólicos, sigue siendo Don Quijote el más desprendido. Tal vez porque llegó a saber, un poco antes que Pascal, que el vacío es lo que más pesa. Hasta hoy.

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