El otoño como nacionalidad
No sabemos si continúa en Madrid o se ha marchado ya ese grupo de brigadistas a los que las autoridades no han querido recibir: el Rey, Trillo y Aznar se lo han perdido. En los manuales de comunicación no verbal se explica que la "distancia de respeto" que mantenemos con los otros suele agrandarse si lo que tenemos delante es un viejo. Estos libros no cuentan qué sucede cuando a la condición de viejo se añade la de republicano, pero nosotros brindamos a los teóricos esta experiencia madrileña, para que la incluyan en sucesivas ediciones, en plan antropológico, a pie de página. Se ve que los ancianos brigadistas no han sabido administrar su posteridad como Tarancón, que después de muerto continúa haciendo la Santa Transición con unas memorias de las que faltan 600 follos. No es que se los haya comido Perote en un registro rutinario de su celda, sino que el cardenal consideró (suponemos que en vida) que había que publicarlos más tarde. Vaya por Dios. La transición fue una cosa de príncipes de la Iglesia y de príncipes en general. La historia y los libros de recuerdos han demostrado que usted y yo fuimos meros agentes pasivos de todo aquel lío. Y es que aquí, si eres un don nadie, el único tránsito que te permiten es la muerte. El error de los brigadistas ha sido viajar a Madrid a hacer su propia transición política en lugar de venir a fallecer, que es lo normal a esas edades. No se han dado cuenta los pobres de que el cupo de "artífices de la transición" está a rebosar, no cabe ni un alfiler, sobre todo si hay que hacer sitio para las me morias de subsecretarios e ilustrísimas.
Lo admirable de Tarancón, aparte de que escribiera tan mal sabiendo latín, es que dedicará sus últimos años a llevar un diario sobre las miserias políticas de entonces en lugar de dedicarse a la meditación trascendental para ganarse el cielo. Uno, que no cree en Dios, está sin embargo deseando alcanzar la edad que entonces tenía el cardenal para meditar sobre el más allá a las orillas del Manzanares. Menudo desperdicio dedicar la vejez a contar los chismes de éstos y de aquellos y decidir además cuántos folios tenían que publicarse en el 96 y cuántos en el 2.000 para alargar más que un chicle la posteridad personal.
Los brigadistas, en cambio, habían decidido clausurarla dando " un abrazo al Rey, a Aznar e incluso a Federico Trillo, que ya son ganas de abrazar, pero les dijeron que no, así que se dedicaron a la guerrilla urbana, que es lo suyo: tan pronto los veías en el Palacio de los Deportes como en el Congreso o en el Telediario de la noche levantando el puño a la historia en, lugar de darle un corte de mangas, que es lo que se merece.
Sin embargo, han tenido suerte con el tiempo. El otro día, en la Opinión del Lector, Ana M. Suárez publicaba una carta tan oportuna como breve. Decía así: "Una buena noticia: Madrid vive un otoño incomparablemente bello. Creo que lo hemos recuperado". Es cierto, y ello a pesar de que Aznar, con la complicidad de Gallardón, ha reducido en 39.000 millones las inversiones estatales en la Comunidad; a pesar también de qué los peritos hayan concluido que en la plaza de Oriente se arrasó un conjunto monumental; a pesar incluso de las sospechas de corrupción que recaen, después de haber caído, sobre las últimas declaraciones de ruina. Por fortuna, el otoño madrileño no depende de los presupuestos, ni de la Consejería de Cultura, ni de las iniciativas de Álvarez del Manzano. El otoño es autónomo. Más que eso es una nacionalidad cuyos hechos diferenciales son el olor y los colores.
Los brigadistas no han sido recibidos por el Rey, ni por Aznar, ni por Trillo, pero se llevan, entre otros abrazos importantes, el de este magnífico otoño madrileño del 96 para que lo administren a su gusto con la avaricia con que los cardenales administran la posteridad. Habían venido a hacer su transición, a firmar la paz con la Monarquía y la derecha, pero regresan a sus lugares de origen con el puño republicano en alto. Casi mejor: cada uno en su sitio, Dios en el de todos, y Tarancón, que en gloria esté, a aprender a escribir. Buenos días.
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