Amanecer de la pintura
En el Libro de los amigos, Hofmannsthal introduce una sentencia a la que Hermann Broch, al glosarla, no duda en otorgarle el valor de un consejo excepcional: "Lo plástico no nace de la contemplación, sino de la identificación". El glosador da cuenta de la nulidad de toda mirada que se contente con situarse delante de las cosas e incluso cerca de ellas, por mucho que sea su interés en el momento de contemplarlas, por -mucho que se esfuerce en retenerlas para retratarlas o describirlas después con todo género de detalles. Alguien que quiera atrapar la verdadera esencia de lo contemplado, se nos advierte, ha de rebelarse contra el habitual conformismo, cuando el yo subjetivo se limita a mirar, pues, por más que hable y hable de lo que ha visto, será siempre incapaz de conseguir que todo su discurso se salve de quedar reducido, al término, a una noticia más, sobre la capacidad animal para manifestar gozo o espanto.A cambio de esa estéril rutina, ¿Qué vale la pena hacer? Eso que al autor de la sentencia le parece obvio y, desde luego, necesario para que brote la plasticidad: identificarse con lo que contemplamos, proyectar el yo sobre el objeto, lograr que sea éste el que se exprese en nuestro lugar. La glosa, que se adentra con todas las consecuencias en la entrega del yo al objeto, concluye con rotundidad: "El que se conforma con interjecciones subjetivas no es un artista, no es un poeta; la confesión no es nada, el conocimiento lo es todo". Identificarse sería, pues, la única forma de conocer de hecho, es decir, de verdad.
Cuando el señor don Quijote, y su escudero llegaron a aquella venta que el primero pensaba que era un castillo, muy malheridos ambos por la paliza que acababan de propinarle unos desalmados yangüeses, ese procedimiento, ponerse en el lugar del otro, aun envuelto en gordas mentiras pasa de lo analítico a ser vivencia básica. En busca de remedio, miente Sancho ante la ventera, y asegura que las heridas del noble caballero se las hizo al caerse de una peña, al tiempo que ella observa que, a juzgar por el estado del que habla, el otro no rodó solo. Desenmascarado, da Sancho esta estupenda respuesta, fruto de una empatía casi sobrenatural: "No caí, sino que del sobresalto de ver caer a mi amo, de tal manera me duele el cuerpo que me parece que me han dado mil palos". Lo admirable es que la hija de la ventera se identifique de inmediato con semejante fenómeno: "Bien podría ser eso, que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo, y que nunca acababa de llegar al suelo, y cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído". Doncellez soñadora y llaneza escudera, inocencia y engaño bien urdido, saben, al alimón, de lo que hablan.
El pintor Javier Fernández de Molina (Badajoz, 1956) también sabe lo suyo de dejar de ser él para identificarse con lo que pinta. Juncos, peces o la blancura lisboeta nacieron en sus cuadros de ayer sin interpretación alguna, con la libertad de lo que no es de uno, pero donde uno encuentra la singularidad de lo otro, lo previo a la - mirada.
Ahora, en una hermosa serie titulada La del alba sería, que esta noche se inaugura en la madrileña galería Rayuela, diversas aventuras de El Quijote, lejos de caer en la abundante parafernalia icónica del caso, ilustrándolo, adquieren vida propia, un ritmo inaugural que vuelve a convertirlas en la plasticidad de lo inminente, con los innumerables sobresaltos y matices (azules cenicientos, ocres rosáceos, chispas que se anaranjan) de aquello que está a punto de llegar.
Sólo vestidos de espacio, igual que los ascetas de la India, don Quijote, Sancho Panza, su recua y sus andanzas se nos dan a ver con la fresca, como por vez primera, en ese bienaventurado interregno en el que situaba María Zambrano la hora de la libertad, cuando el amor obedece sin sentirlo y, más que deshacer, borra con luz del alba las tinieblas.
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