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Tribuna
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6-4

La ficción es un ingrediente supremo de la realidad. No sólo la literatura vive de ficciones. También otro tipo de entes, mucho más ceñudos, encuentran en la ficción sus nutrientes. La justicia, por ejemplo. Una primera ficción la vertebra: todos los hombres son iguales ante la ley. Un vistazo rápido a la vida demuestra lo contrario. Un vistazo rápido, incluso, a la vida del señor Anasagasti, que protegido ante la ley por la inmunidad parlamentaria -en buena medida autootorgada-, tiene la facultad de sonrojarse porque la decisión del Supremo demostraba -en su sano juicio- que no todos los hombres eran iguales ante la ley. Por supuesto, no todos los hombres son iguales ante la ley. Ni ante la ley ni ante nada: y es tan bueno que esto sea así como que la ficción de lo contrario se mantenga y ningún inmune -y, por tanto, irresponsable- la quiebre.La justicia vive de otra ficción importante: la inhumanidad de quien la administra. El juez no tiene pasión, ni ideología, ni intereses. El juez es apenas una sombra: nunca se pone al teléfono. Nada se sabe de él: en realidad, vive una vida llena de sencillez y modestia y redacta sus sentencias en una noble y fría casita de una planta con la única preocupación de que la tarta de manzana que ha preparado Ruth, la cuáquera, no le manche los infolios. En España -país en punta- se ha rasgado ese velo. Los jueces redactan sus sentencias mientras hablan por la radio. Explican su vida y sus sueños. Todos se aprestan a decir que son hombres como los demás. Y lo demuestran: entre el resultado de la sentencia del Supremo y las respectivas opciones políticas hay una correspondencia estricta. No es de extrañar así que sus decisiones adopten la forma de un resultado deportivo. Y que se sepa perfectamente quién y por qué ha marcado los goles. Creí escucharlo la otra madrugada entre pesadillas. "Bueno, magistrado... 6-4. ¿Justo el resultado?".

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