Libertad secuestrada
La noche del estreno de La noche, la obra teatral de José Saramago sobre el umbral de la revolución portuguesa de los claveles que ahora se representa en el teatro Albéniz de Madrid, debió de pasar por la memoria de muchos espectadores nuestro propio umbral predemocrático, cuando aquí se murió el dictador y también era de noche; el tiempo ha pasado muy rápido, como si hubiera prisa para que olvidemos, pero aquella vida y esos periodistas que rememora Saramago en su obra existían también aquí, y no eran precisamente esos chicos de la prensa mitificados por el buen cine como nos cuenta en su espléndido libro de cine y periodistas Juan Carlos Laviana, sino que éramos colaboradores más o menos complacientes del régimen imperante casi hasta su agonía. Éramos negros, sobrevivíamos, sabíamos que había cierta abyección en el silencio, pero todos éramos cómplices: de mañana no pasa. Duró demasiado tiempo.Era un clima, una atmósfera -que se puede ver aún- grisácea y real, próxima; nos ocurrió, y nos afectó, a todos. Aquello era una dictadura como Dios manda, y era muy triste, porque pasó en tiempos espléndidos de muchas vidas; un país partido por la mitad, con los pensadores, los poetas y los científicos adaptando sus bibliotecas y sus memorias a otros territorios que nunca habrían de ser suyos y aquí una libertad secuestrada.
Sin duda, esa reconstrucción portuguesa de Saramago es también una alegoría española. Narra, como si lo estuviera diciendo desde la atmósfera real de aquellos periódicos, cómo se secuestraba la libertad, de qué modo se manipulaba la dignidad, la cualidad íntima del periodismo. Haro Tecglen, que ayer hacía aquí la crítica del montaje, tiene razón: es una reedificación de nuestra propia nostalgia. Pero en esa noche en que el teatro devolvía a nuestra memoria aquel secuestro también pasó por nuestra mente otro secuestro -y no ningún secuestrito- de un ciudadano como cualquiera de nosotros, José Antonio Ortega Lara, víctima de una dictadura nueva, e igualmente viscosa, que hace que el hombre sea como ese personaje desolado que describía César Vallejo, un ciudadano que sale de casa y ya no almuerza; una persona como cualquier persona, que de pronto no puede comprar el periódico que quiere, ni acudir al cine, ni ver la televisión, ni leer los libros que apetece, ni siquiera dormir en su propia almohada; una persona como cualquiera que ha de compartir su vida con la presencia inclemente de sus torturadores. A la memoria viene esa vida secuestrada como una consecuencia más del ánimo dictatorial de los hombres; cómo serán esos días sin libertad para él y para su familia, que no recibe ninguna visita espectacular que la conforte, algún ministro, un juez, cualquier periodista ilustre que le lleve solidaridad o consuelo. Cómo ha de ser la vida de todos los secuestrados, qué injusticia más tremenda, e inexplicable, se encierra dentro de la palabra secuestro, qué hermosa parece a este lado del mundo la palabra libertad.
En ese ámbito, mientras los asistentes al estreno de La noche tosían como si vinieran del invierno -¿porqué la gente no tose antes de ir al teatro?, ¿por qué en el teatro se tose más que en el cine?, ¿hay alguna relación entre el teatro y la tos?-, se produjo una noticia que tiene que ver con esos claros que a veces ha tenido la vida de España: el Premio Nacional de Historia a la obra escrita por Juan Marichal sobre los periodos -tan escasos que parecen secretos- en que este país ha sido libre.
Esa memoria cabe en un libro, y acaso también serviría para llenar una enciclopedia, pero en todo caso refresca la esperanza y asegura que la democracia es posible no sólo en los estadios -que a veces han servido para secuestrarla: recuerden Chile- y en los teatros, sino en la vida misma, en el respeto que merece la sensación de ser libre, de pensar, reír y caminar como si dentro de las paredes de la existencia no hubiera otro impedimento que el que impone la libertad íntima y pública de los otros. Momentos bellos que merece la pena recordar para no zozobrar en la memoria de la miseria.
Babelia
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