Forjar otro porvenir
En la Constantinopla asediada se discutía del sexo de los ángeles. En Francia y en Europa, donde en este comienzo de otoño nada funciona, donde el bienestar social, los salarios mínimos, los convenios colectivos, el derecho laboral, son denunciados por considerarse insoportablemente "rígidos", donde el miedo al futuro, la precariedad del empleo, la miseria -rebautizada "gran pobreza"-, estallan al mismo tiempo que... el beneficio de las empresas, eminentes responsables discuten doctamente sobre la mejor forma de que aguanten unas transformaciones fundamentales que prefieren no analizar en el marco, ya viejo, de un sistema que está siendo llevado a la implosión por aquéllas.Cuando se habla de estas transformaciones, la mayoría de las veces se presentan como dos procesos diferentes pero paralelos, acordes con la "naturaleza de las cosas": la mundialización y la informatización. ¿Es posible ser tan desmemoriado como para olvidar que ambas se integran en una estrategia adoptada como respuesta a una crisis distinta de la que hoy vivimos? ¿Cuál? Aquella que, a mediados de los setenta, preocupaba en el seno de la Trilateral a los grandes responsables privados y públicos del mundo industrializado. Por aquel entonces, los pueblos y las empresas se habían vuelto ingobernables, los salarios se disparaban, los beneficios se hundían y el crecimiento chocaba contra límites físicos. El dinero ya no era el rey, el capital ya no era el amo en las fábricas ni los gobiernos eran los dueños de la calle.
Era urgente que las empresas se hicieran invulnerables a las huelgas-tapón; que su rentabilidad dejase de depender de las economías de escala, que aprendieran a producir más rápido, en series más reducidas, con un capital y un personal menores. Era hora de sacar por fin partido a los recursos de las tecnologías de la información, hasta entonces infrautilizados.
En la industria, y luego en los servicios, estas tecnologías de la información debían permitir producir más y mejor con la mitad de personal, de capital y de locales. Al mismo tiempo debían permitir a las firmas trasladar sus operaciones allí donde los salarios eran más bajos, los gobiernos tenían más manga ancha y los sindicatos eran más débiles.
"La empresa" se convirtió en una red transnacional de unidades semiautónomas, interconectadas telemáticamente. Al no tener un territorio fijo, administraba flujos transcontinentales de bienes inmateriales y materiales. En las guerras comerciales que entablaba con sus competidores, podía movilizar a trabajadores indios, filipinos, malgaches, a los que pagaba 100 dólares al mes. En nombre del imperativo de la competitividad, podía exigir la supresión de cualquier obstáculo a la circulación de las monedas, de los capitales y de las mercancías. La deslocalización permitía a las empresas transnacionales liberarse de las leyes del Estado-nación, dar a éste la vuelta y someterlo a las leyes del estado mundial del capital, de la OMC (ex GATT) y del FMI: desregulación, flexibilización, privatización, desmantelamiento del Estado de bienestar. Resistir era exponerse a sufrir el "castigo de los mercados"; de esos mercados cuyas leyes sin autor evitan con la máxima eficacia que las empresas cumplan las leyes (políticas) de que se dotan las sociedades humanas. "El horror económico" (1) demuestra lo que el "pensamiento único" enmascara adrede: estamos sumergidos en un cambio de era que hace que la lógica económica clásica pierda su pertinencia. La creación de riqueza cada vez exige menos trabajo directo. Sacando partido de una tercera dimensión fundamental de la materia, la informatización permite almacenar secuencias de operaciones intelectuales para movilizarlas y aplicarlas cuando y como se necesiten.
El intelecto tiende a convertirse en el aspecto dominante de la fuerza de trabajo, y los conocimientos y las operaciones acumuladas, en la forma dominante del capital fijo. El tiempo de trabajo deja de ser la medida de las riquezas creadas. Si continúa siendo la base sobre la que se asientan los beneficios distribuidos, éstos seguirán disminuyendo para una gran mayoría y la sociedad seguirá desmembrándose.
Es necesario que surjan una sociedad y una economía diferentes en las que el trabajo de producción ocupe un lugar subordinado, mientras que el tiempo de producción de la sociedad, de producción de uno mismo y de producción de sentido pasen a ser preponderantes. ¿Ello implica un cambio previo de las mentalidades? ¡Pero si las mentalidades ya están cambiando! La mayoría de la gente ya no apuesta por el trabajo-empleo y por su carrera para triunfar en la vida. Lo que falta es el espacio donde este cambio cultural pueda plasmarse en nuevas formas de actuar y de vivir en sociedad; lo que falta es el proyecto colectivo que permita a cada cual saber que no es el único que aspira a ese cambio. El futuro se cargará de nuevo de sentido si sabemos progresar hacia esta otra sociedad que está pidiendo surgir, liberando esas energías que esterilizan el miedo al mañana, la exclusión y la guerra de todos contra todos. El camino será largo. Es inútil detallar desde ahora el fin, sus actores y los medios para lograrlo, pero es posible esbozar unas políticas que inviertan la tendencia actual y vayan poniendo jalones en la dirección en la que se trata de avanzar.
La consigna "trabajar menos para que todos trabajen" surgió en Italia hace ya cerca de 20 años. Michel Roland, tristemente fallecido, completó la frase añadiendo "... y vivir mejor". Este lema no alude a una serie de medidas, sino a un conjunto de políticas para redistribuir continuamente tanto las riquezas producidas socialmente como el trabajo necesario para producirlas.
"Trabajar menos" sólo permite "que todos trabajen" si la jornada laboral se reduce periódicamente. Sólo se podrá "vivir mejor" si las organizaciones y movimientos asociaciativos, cooperativistas y mutualistas pueden hacerse cargo del nuevo tiempo disponible
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1. Viviane Forrester. L'horreur économique, Fayard, 1996.
2. A este respecto, ver la obra colectiva del Grupo de Lisboa Limiter la compétitivité, La Découverte, 1995.
Forjar otro porvenir
Viene de la página anteriorpara desplegar un gran número de actividades colectivas e individuales. En este sentido, la arquitectura y el urbanismo deben ser definidos de nuevo. Hay muchas ideas que tomar, a este respecto, de los holandeses y escandinavos.
La semana de 4 días y de 32, horas podría ser una primera etapa hacia el "trabajar menos". Para aquellos servicios públicos en los que la productividad apenas crece (educación, sanidad, transportes urbanos, etcétera), los sindicatos daneses han abierto una nueva vía: todos los años, un 10% de los empleados toma un año de excedencia y son reemplazados por parados. El año sabático supondría un 14% de empleos adicionales en vez del 10%. Los empleados que disfrutan del año sabático reciben en Dinamarca el 90% de su salario.
Sin embargo, ninguna modalidad de reducción del tiempo laboral es aplicable a los empleos precarios, a los temporales, a los de tiempo muy parcial o a aquellos que se pagan por tarea realizada, no por tiempo. Y este tipo de trabajos pronto serán mayoría. Es urgente convertir la creciente discontinuidad del trabajo de la gente en una nueva libertad: el derecho a trabajar de forma intermitente y a llevar una vida "multiactiva" en la que trabajo y actividades no remuneradas se releven y se complementen.
¿Cómo lograrlo? He aquí una de las fórmulas en estudio: los parados, las personas con empleos precarios, temporales, a tiempo parcial, forman un pool de mano de obra en cada nicho de empleo. Se reparten el trabajo, definen de forma colectiva las condiciones y, para los periodos sin trabajo, prevén posibilidades de formación, de autoactividad, de participación en redes de asistencia mutua y de intercambio de servicios. Una suerte de vuelta a los orígenes solidarios y mutualistas del sindicalismo.
Sin embargo, es necesario redistribuir la riqueza producida para garantizar unos ingresos continuos suficientes para aquellas y aquellos que trabajen de forma discontinua y/o a tiempo parcial. La noción de subsidio de desempleo, total o parcial, no tiene mucho sentido cuando el empleo estable a tiempo completo deja de ser la norma.
Hay una idea que no cesa de ganar terreno y es la de instituir un salario social de base garantizado para todos, acumulable con el salario laboral y suficiente para poder vivir. Para los artesanos y las pequeñas empresas, constituiría el mejor incentivo para que, también ellos, adopten la vía del "trabajar menos para que todos trabajen".
El salario social de base no debe tomarse como un reductor de la actividad. Al contrario, debe favorecer una infinidad de actividades no remuneradas y de trabajos no rentables, esenciales para la calidad de vida: actividades artísticas, deportivas, políticas, de ayuda y de asistencia; trabajos de mantenimiento, de ahorro de energía, de recuperación del medio urbano y natural. Hay que concebir el salario social de base dentro de un contexto en el que todos, desde la infancia, nos veremos atraídos y solicitados por una multitud de grupos, talleres, clubes, cooperativas que intentarán captarnos para sus actividades autoorganizadas. De esta forma, se volverán a establecer el vínculo social y la socialidad más allá del empleo asalariado que hoy está en vías de desaparición.
Se han estudiado decenas de fórmulas para su financiación. Todas tienen una validez limitada en el tiempo en la medida en que descansan sobre la redistribución fiscal. Porque la producción social depende cada vez menos del trabajo inmediato: depende cada vez más de la eficacia de los medios empleados. Distribuye cada vez menos medios de pago a un número cada vez menor de gente. Nos encontramos en una pendiente en la que las sumas a redistribuir terminarán por supera r las sumas ya. distribuidas.
Para evitar la implosión, será necesario, tarde o temprano, que la distribución del poder adquisitivo corresponda al volumen de las riquezas socialmente producidas, no al volumen del trabajo prestado. Lo que implica, como señala René Passet, la creación de otra moneda que denomina "moneda de consurno". A su manera, Leontiev decía lo mismo en 1982, Jacques Duboin en 1931 y Marx en 1858. En una "economía plural" se impondrán otros tipos de moneda (y de hecho ya lo hacen) junto a la actual, como una moneda de distribución no atesorable, o una moneda local o regional con una circulación y una convertibilidad limitadas. Gracias a la "revolución informática" el capital ha podido liberarse de todo arraigo territorial, emanciparse del poder político, imponer la "competitividad" (2) como imperativo supremo.
Lo político se ve vaciado por doquier de su autonomía, la política está desá creditada y la sociedad a punto de derrumbarse, mientras en las prácticas y en las conciencias apenas se esboza una sociedad diferente. Las políticas imaginativas pueden favorecer que esta nueva sociedad alcance la madurez. Pero necesita tiempo.
Por eso la radicalidad de los cambios que se prevén debe conjugarse con la modesta voluntad de evitar que un mundo se vea sumergido en la barbarie antes de que otro tenga tiempo de nacer.
Y mientras se inicia un cambio de trayectoria hay que ganar ese tiempo obteniendo para la política mayores márgenes de autonomía. Sólo puede dárselos a sus países miembros una Unión Europea invulnerable a los mercados financieros gracias a la moneda única, liberada del fetichismo monetarista y primera potencia comercial del mundo consciente de que puede serlo, imponiendo reglas y límites a la "competitividad", haciendo que los intercambios sirvan al desarrollo social y ecológico de un planeta solidario.
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