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Prisioneros del pasado

Tenía todas las trazas de ser una decisión meditada, pues no era nada fácil tomarla y se prestaba a provocar el desconcierto en algunos de sus seguidores y la manifiesta hostilidad de otros. Con todo, Aznar lo expresó "con la mayor claridad: yo no voy a perseguir a nadie desde el Gobierno". Como siempre, la frase, fabricada, impedía que emergiera algún pensamiento de fondo, quizá porque sus asesores conceden más importancia a una gracia -esto no es el Far West- que a un razonamiento. Pero la decisión parecía firme y el propósito era acertado: un Gobierno no puede, en un sistema democrático, perseguir a otro ni, hacer nada que asemeje una persecución. Si responsables de anteriores gobiernos han vulnerado la ley, poderes tiene el Estado para perseguir y sancionar los delitos. Desde la llegada de un nuevo Gobierno, los delitos cometidos por miembros del anterior deben ser asunto exclusivamente judicial, no político.Y, sin embargo, han bastado unas declaraciones del anterior presidente para que el actual vicepresidente plante de nuevo los crímenes del pasado en el centro de la lucha política del presente. Cierto, las desafortunadas manifestaciones de Felipe González reclamaban una respuesta política, puesto que políticos eran los argumentos esgrimidos para exonerar a su Gobierno de cualquier responsabilidad por los asesinatos de los GAL. Con gesto de pocos amigos, González echaba leña al fuego sin tener en cuenta las dificultades inherentes a la decisión de Aznar de no volver a hablar de un asunto que ha emponzoñado la vida política durante toda la última legislatura. Que haya sido el mismo González quien ha suscitado la cuestión es, más que paradójico, incomprensible, a no ser que pretendiera sacar de nuevo a paseo ese doberman que tan pingües beneficios le reportó en el- pasado.

Si tal era el propósito, lo ha conseguido. Si lo que se pretendía era que alguien, ahora desde el Gobierno y perdiendo por completo los papeles, volviera. a llamar asesino al anterior presidente, para que así alguien desde la oposición, y por restablecer el equilibrio, volviera a llamar fascistas a los actuales gobernantes, está hecho. Lo malo es que se trata de un equilibrio sumamente inestable porque se ha montado sobre la cuerda floja de los extremistas de ambos bandos: llamarse unos a otros criminales y fascistas es el primer paso antes de que vuelen los puñetazos y caigan todos al suelo.

Que es tal vez lo que algunos desean. El exabrupto de Cascos y el reto insultante de Ibarra nos sumergen en el túnel de un tiempo no tan lejano que sus efectos no puedan ser devastadores en el futuro ni tan clausurado que no quede nadie por ahí maquinando cómo devolverlo al presente. Dijeron que había tongo, que los púgiles, fatigados, habían firmado una tregua miserable con desprecio a los espectadores que apostaron fuerte por ver al favorito machacar la cabeza del adversario. Los chantajistas que reparten los boletos deben estar frotándose otra vez las manos: unos papeles más en circulación y ya están todos, como prisioneros del pasado, enzarzados de nuevo en la pelea. El resultado de las elecciones, con unos votantes que si algo dejaron claro fue que no querían vencedores ni vencidos, no habrá servido de nada.

Bienvenidos, pues, los toques de atención del árbitro de la contienda. Por este camino vamos al canibalismo, avisaba Pujol hace ahora un año, cuando todos se afanaban extendiendo los manteles en los que devorarse. Dejen de hurgar en las heridas del pasado, insiste ahora, con esa mezcla de incredulidad y resignación con la que siempre se ha seguido desde Barcelona la incesante batalla campal de Madrid. Es hora de hacerle caso: el PSOE, porque es la única manera de que la espada de los GAL deje de gravitar sobre su cabeza; el PP, porque así habrá mostrado, aunque sólo sea por una vez, que lo que el presidente pregona como política del Gobierno es de verdad la política del Gobierno.

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