La carrera hacia el euro
La carrera hacia la moneda única europea acaba de entrar en su última línea recta. En Dublín, los ministros de Economía y Finanzas de los Quince han decidido que el plazo de 1999 para la introducción del euro se cumplirá y que, a partir del año próximo sabremos, siguiendo unos criterios ya definidos rígidamente, cuáles serán los países que figurarán en el pelotón de cabeza de la Europa monetaria. La mayoría de las capitales europeas se apresuran a estar entre las primeras en acudir a esta cita "histórica", aun a costa de tener que soportar sacrificios presupuestarios adicionales.Hace 10 días he asistido en Estrasburgo a un coloquio que me ha hecho contemplar esta carrera bajo un prisma más incierto. Organizado por el grupo de Jacques Delors Nuestra Europa y por un grupo de periódicos proeuropeos (*), no tenía por objetivo criticar el Tratado de Maastricht ni cuestionar la idea de una Europa unida. Se trataba pues de una crítica formulada desde el interior del campo europeísta por hombres -en su mayoría con cargos relevantes- que se presentaban como militantes de Europa, lo que otorga peso a sus reflexiones críticas.
En mi opinión, la palma de estas críticas se la lleva sin discusión el propio Jacques Delors. Antiguo sindicalista, consciente de los estragos que la mundialización puede provocar en el empleo y en nuestro propio modelo social, ha querido incluir en el Tratado de Maastricht una amplia perspectiva social. Más tarde, en 1993, en el Libro Blanco de la Comisión de Bruselas, lanzó la idea de las grandes obras transeuropeas de infraestructura encaminadas a favorecer el empleo. Todos estos proyectos, largamente discutidos y aprobados por los 15 jefes de Gobierno y posteriormente por sus ministros de Asuntos Exteriores, han sido torpedeados, sin mediar debates ni explicaciones, por los responsables de Finanzas. Ninguna obra anunciada en 1993 se ha iniciado aún; el comunicado de Dublín ni siquiera menciona la posibilidad de que se realicen en los años venideros. Se trata de un entierro de primera clase, en silencio, y sin que la opinión pública pueda medir sus consecuencias.
Por lo tanto, la construcción económica de Europa se ha centrado únicamente en la moneda común y si ésta ve la luz en los próximos años el Banco Central Europeo dispondrá de enormes atribuciones. Será todopoderoso -un poder tecnocrático sin legitimidad democrática- y podrá imponer su ley a unos poderes nacionales divididos. En efecto, no tendrá frente a sí a ningún Gobierno europeo capaz de definir una política económica común. "¿Se puede imaginar a Alemania sin un Gobierno frente al poder del Bundesbank?", se ha preguntado Delors. La respuesta cae por su peso: la obsesión monetaria ha desembocado en una anomalía institucional que no tiene precedentes en la historia contemporánea. ¿Cómo remediarlo? Los Quince Estados de la Unión Europea seguramente no aceptarán pasar a un segundo plano frente a un futuro Gobierno supranacional, inventado in extremis según un modelo difícil de definir.
Además, en la reunión de Dublín, Alemania ha rechazado un modesto proyecto francés para la creación de un consejo de estabilidad destinado a controlar un poco al Banco Central. En Francia se ha hablado en ocasiones de la utilidad de elegir al presidente de la Unión Europea por sufragio universal, pero esta idea fue descartada hace tiempo (desde la unificación de Alemania, que daría demasiado peso al candidato de este país). En el reciente coloquio de Estrasburgo, Delors ha considerado la posibilidad de que el Consejo de Europa elija a un presidente, de la UE por un periodo limitado a dos años. Esta idea tampoco me parece realista. La moneda única puede que sea una baza para Europa, a condición de que se sepa qué es, "cuál es su número de teléfono", como pregunta el siempre cínico Henry Kissinger. Por el momento, el retraso de la Europa política es tan grande que es ilusorio pretender recuperarlo antes de la creación del euro. El único número que puede facilitarse a Kissinger es el del Banco Central Europeo, en Francfort.
Pero hay más. Doce países del Este -algunos grandes, otros muy pequeños- llaman a las puertas de la Unión Europea, y los principales dirigentes de ésta les prometen una respuesta afirmativa antes de finales del siglo. Jacques Chirac, con ocasión de su reciente viaje a Varsovia, ha jurado que Polonia podrá unirse a la UE antes del año 2000. Mañana, dirá lo mismo en Praga, en Budapest o en Riga. Pero si la Europa de los Quince es incapaz de tener una política común -y unas instituciones adecuadas- ¿qué será de la Europa de los Veintisiete? ¿No se pretende construir de hecho una simple zona de libre cambio, una Europa sin rostro, presa fácil para los capitales internacionales que son los grandes beneficiarios de la mundialización?
Los anglosajones prefieren utilizar el término globalización, sacado de su definición de la world global economy. Poco representados en el coloquio de Estrasburgo, lo han enriquecido notablemente gracias a sus exposiciones concisas a la vez que estructuradas. Anthony Giddens, un joven profesor del Kings College de Cambridge, empezó por explicar que de nada sirve evaluar "el peligro de la globalización" porque ya está presente desde hace bastante tiempo y nos ha inundado literalmente. Se compone de tres elementos: la ideología neoliberal dominante, la política económica -que desde hace casi dos décadas se inspira en aquélla-, y los cambios tecnológicos, que han acelerado su realización. "La globalización", afirma Giddens, "se extiende a todos los ámbitos de la economía, de la política y de la cultura y modifica en profundidad hasta nuestra vida cotidiana. Aumenta el desfase entre una clase cosmopolita de ricos y una clase de marginados cada vez más nunierosa". Según él, los cambios ya realizados son demasiado profundos como para que se puedan reducir las diferencias mediante políticas keynesianas -a menudo a propuesta de los socialdemócratas- que habían sido adaptadas a un tipo de sociedad muy distinta, fundada en una relación diferente entre el capital y el trabajo. Pero tampoco cree que la futura moneda única pueda proteger a nuestros países de los efectos nefastos de la globalización. Es necesario inventar un sistema de reglamentación de la economía a escala global, porque de no hacerlo nuestras sociedades estallarán.
Este análisis bastante pesimista ha sido refutado enérgicamente por Williani Pfaff, un norteamericano inconformista,
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editorialista del Herald Tribune, que considera que Europa aún puede escapar a la mundialización y salvar su modelo social, oponiéndose a Estados Unidos. Según Pfiaff, son los estadounidenses quienes juegan el papel principal en el actual proceso y quienes imponen la world global economy prometiendo un futuro color de rosa. Su credo consiste en la primacía del beneficio y de la rentabilidad sobre las demás consideraciones sociales. En todas partes del mundo se impone un libre cambio sin límites. Pfaff ha asistido a seminarios en los que los dirigentes norteamericanos afirmaban todo esto abiertamente, de buena fe, tan convencidos como están de que todos los países deben abrir sus fronteras y alinearse con el modelo capitalista norteamericano. Según él, Europa, con sus 400 millones de habitantes y su capacidad industrial, podría escapar a esta calamidad, mediante la adopción, si fuera necesario, de una política proteccionista, que tan buen efecto ha surtido en Japón y en los llamados tigres asiáticos. -
El profesor Giddens parece totalmente escéptico sobre este punto, ya que no cree que la clase dirigente europea quiera o pueda hacer una guerra comercial para defender unas conquistas sociales que le molestan tanto como a los norteamericanos. Londinense, de extracción humilde, ha logrado ascender socialmente gracias a los gobiernos laboristas y al Estado de bienestar. Pero no echa de menos al Londres de su niñez, con la polución y los pobres restaurantes de Lyons Corner House de los años cincuenta. Hoy, una parte de la población vive mucho mejor, mientras que otra está sumida en la mendicidad. Incluso en Cambridge. "Pero es un fenómeno mundial y la respuesta debe situarse al mismo nivel", me dice a modo de respuesta, y anuncia que votará a Tony Blair. Es decir, que la solución para este problema no se encuentra a la vuelta de la esquina, pero el hecho de que se debata sobre él de forma apasionada evidencia una toma de conciencia que permite un ligero optimismo. Los ministros de Economía y Finanzas que nos han prometido en Dublín un largo periodo de austeridad -los Quince no deberán sobrepasar un déficit presupuestario del 3%, ni siquiera tras la creación del euro-, quizá no se dan cuenta de que ni siquiera los fieles europeístas aceptarán a la larga esta cura de caballo.
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