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La responsabilidad penal de los jóvenes

La entrada en vigor del nuevo Código Penal, que eleva la edad penal a los 18 años, ha hecho más urgente, según los expertos, la promulgación de una ley que contemple los casos de delitos protagonizados por menores de esa edad. El Ministerio de Justicia ha elaborado un proyecto de ley del menor que propone sanciones de carácter penal a partir de los 12 años de edad. El polémico texto establece un tratamiento diferenciado, según los tramos de edad, entre los 12 y los 17 años. En estas páginas, un psiquiatra analiza el Mundo de los niños y los adolescentes -posibles destinatarios de la citada ley- y dos especialistas en derecho penal opinan sobre las actuaciones propuestas en el proyecto y sus alternativas.

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Los menores y el Derecho Penal

El problema de la delincuencia de menores y jóvenes ha adquirido en nuestro país una especial relevancia en los últimos tiempos. En una de las cada vez más frecuentes encuestas televisivas se abordaba a los transeúntes para preguntarles qué pensaban de una eventual política criminal que incluyera en el Derecho Penal a los adolescentes y jóvenes que generan violencia en el País Vasco y cometen delitos. Una monja -previsiblemente- decía que con esos chicos lo que había que hacer es educarles bien. Pero ni siquiera entretanto conseguimos tal desideratum estaban los encuestados dispuestos a admitir que pudiera aplicarse el Derecho Penal a personas de 13 o 14 años.Estas líneas quieren ser un alegato en favor de una aplicación diferenciada (ajustada diría si quiero ser fiel a la etimología) del Derecho Penal a los menores. Derecho Penal y menores no son términos antagónicos. Creo que, una vez más, los rótulos y una versión popular del modelo penal norteamericano dificultan la comprensión de los problemas. No se trata, obviamente, de ajusticiar asesinos de 12 años o de encerrar en celdas contiguas a adolescentes que venden droga y narcotraficantes profesionales. Se trata de conjugar cuatro grandes intereses que son los que refleja en forma de principios la Constitución española: asegurar que los menores disfrutan de idénticas garantías -al menos- que aquellas que disfruta un adulto implicado penalmente cuando se enfrenta a la posibilidad de que el juez ordene su ingreso forzoso en un centro privándole de libertad; orientar las penas medidas que se adopten respecto del menor delincuente para asegurar su reeducación; asegurar que toda la actividad estatal a este respecto se mueve no en las manos exclusivas de "expertos en jóvenes", sino que se somete -como toda actividad de la Administración que implica una intromisión en los derechos de los ciudadanos- a las reglas del Estado de derecho: principio de legalidad (ley. orgánica), intervención mínima, proporcionalidad, etcétera.

Los riesgos del sistema educativo puro -ajeno, en consecuencia, al Derecho Penal- son, evidentemente, la erosión de estos principios de referencia. El Tribunal Constitucional anuló parcialmente nuestra legislación de menores en el año 1991 por entender que se dejaba al menor privado de las garantías y derechos individuales reconocidos para todos los españoles. Este sistema parece discriminar negativamente a los menores en algunos de los aspectos más democráticos del Estado de derecho. El problema estriba en no mezclar los criterios y los conceptos. Con frecuencia utilizamos los criterios de la asistencia cuando se produce la comisión de un delito por una persona de 13, 14 o 15 años. Desde la asistencia se concibe al menor delincuente como alguien necesitado de ayuda, de apoyo, de comprensión, y, desde luego, casi siempre ello es así.

Sin embargo, si tal apreciación no se conjuga con la relación menor-derechos, menor-instituciones y menor-sociedad, queda en el aire el perfil del menor como un sujeto incapaz, distinto, minusvalorado. Cuando la monja de la encuesta hablaba de menores con delitos de lesiones, de daños, etcétera, como de maleducados, su bienintencionada opinión no podía soslayar los derechos de las víctimas a, por lo menos, otra explicación. Desde la órbita del menor, tal perspectiva es sumamente contradictoria. La finalidad aparente de educación y de tutela esconde un mixtificado sistema de control. El problema no es el control, que desgraciadamente debe existir, sino el cómo de su ejercicio. Un claro y transparente sistema de custodia no confunde al sujeto, sino que la aproxima a su situación, y le permite elegir su comportamiento. Sólo desde esa exigua libertad, y aun en tales casos muchos profesionales la niegan, puede tener lugar la reeducación. Llegados a este punto interesaría saber si existe posibilidad de articular un sistema que pudiera dar respuesta a la controversia sin exasperar los principios jurídicos ni obviar los derechos asistenciales de los menoresSi se quieren afianzar los derechos del menor, hágase una ley penal juvenil, teniendo en cuenta que hasta el día de hoy los máximos derechos y garantías se han realizado en el ámbito del Derecho Penal, del Derecho procesal ordinario y del Derecho penitenciario, todos orientados constitucionalmente e inspirados en las Declaraciones de Derechos del Hombre. Y si se quiere profundizar en los derechos asistenciales, hágase una ley penal juvenil donde la pena privativa de libertad tenga un espacio mínimo y las penas alternativas estén verdaderamente orientadas a la resocialización.

Porque en la historia de la marginación y la delincuencia ser responsable es siempre y a pesar de todo una suerte.Rocío Cantarero Bandrés es catedrática de Derecho Penal de la Universidad de La Rioja.

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