Una isla de la tinta
Había conectado el ordenador, igual que todas las tardes, el portátil que he llevado conmigo por una sucesión ya borrosa de ciudades, países, habitaciones, salas de embarque, y donde tengo guardado casi todo el trabajo de este tiempo, libros y cartas, borradores, prácticamente todo, todas las palabras que caben en la memoria formidable y enigmática que hay dentro de él, y en la. que yo ingreso pulsando ciertas teclas y escribiendo breves contraseñas que son el resultado de una máxima sofisticación, informática, pero que para mí, para mi ignorancia asombrada y desvalida, son exactamente igual que el abracadabra o el ábrete sésamo de los cuentos antiguos, los conjuros de entrada en una biblioteca liviana que llevo sin esfuerzo en mi cartera de mano y que sin embargo constaría de no sé cuántos volúmenes si tuviera que transmitirla al papel.Había encendido el ordenador, con la desatención confiada de quienes viven diariamente entre máquinas que los obedecen siempre, con el desaliento que suele uno sentir cuando va a ponerse a trabajar: cada tarde, cada vez que alguien se sienta a escribir, debe vencer un instante de capitulación anticipada, igual que si diera un salto breve y definitivo sobreponiéndose a la cobardía del vértigo, y esa valentía íntima y diaria es lo que le permite luego adentrarse en el entusiasmo de la invención, que es uno de los entusiasmos más sólidos que algunas personas pueden experimentar. Lo dice Paul Theroux cuando explica la diferencia entre la novela y los relatos de viajes: "La diferencia entre registrar lo que ven los ojos y descubrir lo que conoce la imaginación. La ficción es pura alegría".Me había sentado delante de la pantalla azulada para vencer el instante de miedo de todas las tardes y para disfrutar la pura alegría que había acudido con toda puntualidad a lo largo de las últimas semanas, un estado de laboriosidad y de algo que podría llamarse una creciente saturación imaginaria: de pronto todas las cosas aluden a la historia que se está escribiendo, y lo inesperado confirma y mejora lo ya sabido, y parece que por fin se puede ir adquiriendo la temerosa certidumbre de que ese desorden de palabras y de imágenes, de invenciones y recuerdos transmutados en ficción, acabará siendo un libro, una novela, una cosa firme y respetable, tan material como cualquiera de los otros libros de la biblioteca, igual de tangible que una 1 jarra o un teléfono.
Había empezado dubitativamente la que tal vez sería la página 101 de mi libro -página conjetural y libro del todo invisible, porque sólo existía en la memoria informática cuando me levanté en busca de algo, un vaso de agua o un café. Volví a sentarme un minuto más tarde y las cuatro o cinco líneas que llevaba escritas habían desaparecido. La pantalla del ordenador estaba apagada. Había desaparecido el indicador de cargas de la batería. Comprobé nerviosamente el enchufe, el cable de la conexión. Se me ocurrió que podía haberse ido la electricidad: pero entonces la batería habría seguido funcionando.
En un segundo de estupor me encontré sin nada. Levanté el teclado, como los conductores inexpertos que levantan el capó de un coche averiado sin la menor esperanza de averiguar lo que no entienden. Extraje el disco duro, lo sopesé, le di vueltas. Lo que hasta un segundo antes había sido el archivo y la biblioteca de casi todas las palabras escritas por mí en los últimos cuatro años era un objeto cuadrado y metálico, de color gris, tan inerte como un ladrillo o un bloque de plomo. El pánico formuló enseguida las peores posibilidades del desastre: había perdido en un segundo las 100 páginas ya más o menos firmes de mi libro, y también las páginas incontables de tentativas y borradores que había ido archivando en la excitación laboriosa de los últimos meses. Lo peor de todo no era la incertidumbre, sino la impotencia: el ordenador se me había averiado al final de la tarde de un viernes de agosto, y era dudoso que el lunes encontrara a un técnico que me dijera, al menos, si las 100 páginas de mi libro y mis impetuosos borradores seguían existiendo.
Quien pierde dinero lo puede recobrar. Si una casa se incendia puede ser reconstruida. A un enfermo la medicina le puede devolver la salud. Pero, ¿quién nos devuelve los capítulos de una novela que hemos perdido, cómo va uno a reconstruir 100 o 200 páginas? Entonces recordé algo con un sobresalto de esperanza: ¿no había copiado parte del libro en un disquete? Busqué entre cajones y papeles, desesperado, irritado contra mí mismo por mi desorden y mi impremeditación, encontré el disquete, lo introduje en otro ordenador: allí estaban casi todos mis capítulos, salvados, por casualidad de la inexistencia, pero ahora yo sabía lo frágiles que eran, la facilidad con que podían perderse otra vez, sin dejar ni siquiera las cenizas que dejaban los manuscritos antiguos.
Mandé el ordenador a reparar, pero ahora comprendo que cuando vuelva a usarlo será con desconfianza y recelo, como se vuelve a tratar con alguien que ha cometido una deslealtad y acaso puede repetirla. Lo que he hecho, las últimas semanas, sin ordenador, ha sido escribir con pluma estilográfica, en un cuaderno de hojas cuadriculadas, y al hacerlo he recobrado, para mi sorpresa y mi felicidad, la pura alegría material de inventar y escribir al mismo tiempo, la velocidad de la mano y de la línea de tinta que va rozando el papel y avanza como por su cuenta, igual que cuando hace muchos años me empeñaba. cada tarde en la desaforada aventura de in" tentar por primera vez una novela. No necesito técnicos especializados, ni toma de corriente eléctrica, no es fácil que desaparezca en un segundo el papel sobre el que escribo.
Me gusta oler a tinta y que al final del trabajo me quede una mancha de tinta en la yema del dedo índice. Puedo escribir en cualquier parte, sin protocolos ni preparativos tecnológicos, sin más gasto que el precio irrisorio del papel y la tinta. Como Robinson Crusoe, casi agradezco el desastre que me dejó naufrago de ordenador una tarde de agosto, abandonado provisionalmente en mi isla arcádica de tinta y de papel.
Babelia
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