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Reportaje:

Aprendizas de madre

Les Agudes, una escuela refugio para muchachas con dos o más hijos

Milagros Pérez Oliva

Bajo un cielo plomizo y el sordo ruido de la autopista al fondo, María emprende el camino de Torre Baró. Ciudad Meridiana se adormece en su aislamiento. En el horizonte, la retorcida silueta de la cementera de Montcada evoca los paisajes desolados de una ciudad en decadencia. Nadie diría que ese paisaje pueda pertenecer a la pletórica Barcelona posolímpica, pero así es. Detrás de las colinas, allá donde no llega el metro, una adolescente carga con dos criaturas y entre los tres apenas suman 20 años.Se dirige a Les Agudes. Allí le enseñan cómo cuidar a los niños y le ayudan a sostener su ansiedad. A las nueve en punto, la casa se llena de algarabía. Sobre la repisa de la cocina comienza el trajín de biberones mientras Odette se cierra en el baño. Esta joven de origen portugués vive con sus dos hijos en una caravana y ahora que ha descubierto el agua caliente, se acabó la mugre.

Todas están allí por lo mismo: son jóvenes, son madres y además pobres. Antes de que las estadísticas confirmaran que la pobreza tiene rostro de mujer y que afecta cada vez más a los jóvenes, Cáritas había observado que en los arrabales, muchas adolescentes se convertían en madres casi sin darse cuenta cuando todavía llevaban calcetines. Un nuevo pobre para las estadísticas. Difícilmente podían esas madres adolescentes dar a sus hijos aquello de lo que ellas carecían, de modo que una forma de ayudar a los pequeños era ayudar a sus madres. Ana Jurado, la responsable de Les Agudes, define este servicio como un centro de convivencia en el que las jóvenes madres no sólo encuentran la ayuda profesional que necesitan de los pediatras o de la psicóloga, Carme Manic, sino la solidaridad y ayuda de las que están como ellas. "Trabajamos, sobre todo, la autoestima, que suele estar bajo mínimos", dice Ana Jurado. "Y también la forma de tener una relación gratificante con sus hijos".

No siempre lo consiguen. La vida no ha sido complaciente con estas muchachas cuya biografía desmiente a quienes sostienen que en España sobra Estado de Bienestar. Yolanda, por ejemplo, tiene 18 años y dos niños, el mayor de dos y medio. Dejó la escuela en Mallorca a los trece años y a los quince se enamoró de un primo de Torre Baró diez años mayor que ella. A los 16 años estaba ya embarazada en casa de la numerosa familia de su marido o, más propiamente, en un pajar de la casa. Ahora él sólo aparece de cuando en cuando, pero ahí sigue ella, sola con sus dos hijos, en el pajar: "El año pasado se me mojaban cada vez que llovía. Ahora, por suerte, ya no, porque tengo un toldo".

Los médicos de Vall d'Hebrón saben mucho de las humedades que padece el hijo mayor de Yolanda. El niño estuvo casi un año ingresado. Es asmático y sufre frecuentes infecciones pulmonares. Entra y sale del hospital, y cada vez que ingresa, Yolanda hace el camino a pie, una hora y tres cuartos. Las 50.000 pesetas de la ayuda de reinserción social que recibe no dan para tantos autobuses si quiere comprar pañales y medicinas Y mucho menos para alquilar un piso cerca de Vall d'Hebrón, algo con lo que sueña cada noche que el toldo, maltratado por el viento, le impide dormir.

También María, de 19 años y larga melena cobriza, se encontró de repente con una niña en brazos. Las dos viven, con cuatro hermanos más, en casa de los padres. "Estudiaba BUP pero lo dejé para buscar trabajo", cuenta. ¿Y la niña? "Me vino. Hasta que no la tuve no me di cuenta. Me veía gorda pero me hacía la loca". No ignoraba que podía quedarse embarazada, y sabía cómo evitarlo: "Pero en esos momentos no se piensa", se disculpa.

Esta inconsciencia es muy propia de la adolescencia, según Carme Manic. Se arriesgan una y otra vez, pero piensan que a ellas no les ocurrirá. Y su vientre se hincha como un globlo, pero ellas siguen mirando a otro lado. A veces, quedarse embarazada es también una forma de entrar por la fuerza en el mundo que los adultos les niegan. O un lazo con el que atrapar la felicidad. "Estas chicas no buscan sexo sino afecto, por eso se entregan al primer chico que les da un poco de cariño", sostiene Manic.

Este es, sin, duda, el caso de María. Si Frida Kalho pudiera pintarla, retorcería su tronco hasta convertirla en el eslabón de una cadena de alambre espinoso, enlazada por su melena con la madre enferma y por los pies con una niña en llanto vivo.Tercera de una familia de emigrantes de cinco hijos, María pasó la mayor parte de su vida en en un centro de protección de menores. Su padre era alcohólico y cuando la madre cayó enferma, los cinco hermanos fueron internados en Vic. "Me sentía terriblemente sola", recuerda.

A los 17 años volvió a casa. Su padre se había rehabilitado y ella tenía un trabajo que los servicios sociales le habían proporcionado en un taller de serigrafía. Pero si la adolescencia es siempre una etapa difícil, en el caso de María el malestar por la vida se hacía insoportable. Siempre discutía con su padre, hasta que un día los dos fueron demasiado lejos. Llegó al trabajo en tal estado que los compañeros la llevaron al hospital y de nuevo tuvo que ingresar en un centro de menores.

Pero esta vez encontró el refugio de un chico tan maltratado como ella, y se enganchó a él como una chincheta a un imán. Y en cuanto cumplieron los 18 años corrieron a engullir la libertad. Primero de pensión en pensión, luego en un vagón de tren abandonado.

Cuando ya no tenían qué llevarse a la boca, María decició volver a casa de la madre. Con el novio y embarazada.

Podía abortar o darlo en adopción, pero ella quería convertir aquel hijo en un alambre invisible que le uniera para siempre al padre y se fue a una residencia de monjas para madres solteras. Al parir, como no tenían a dónde ir, los tres volvieron a casa de la madre.

La llegada del niño debió ser un oasis en la vida de María porque el pequeño creció alegre y complaciente. Un primor de criatura, según coinciden Ana Jurado y su compañera Adelina Fernández. Pero el imán andaba inquieto y cada vez se entregaba con más frecuencia a la bebida. María quiso ligarlo con el hilo de un nuevo embarazo, pero esta vez no funcionó. Cada vez que él bebía, ella sufría las consecuencia hasta que un día el padre llamó a la policía y aunque ella luego le perdonó, el juez le envió a prisión.

Con el compañero en la cárcel, María entró de nuevo en el torbellino de la ansiedad. La pequeña ya no nació en un oasis sino en el epicentro de un huracán sentimental. Y se pasó los diez primeros meses llorando. Ahora que el padre acaba de salir de la cárcel, María ha recuperado la calma y la niña ha dejado de llorar. Pero el equilibrio es sumamente precario. ¿Qué futuro le espera más allá de las 37.000 pesetas que Cáritas le pasa cada mes? ¿Cómo podrá impedir que sus hijos se conviertan en el siguiente eslabón de la cadena?

Ella no lo sabe. Cáritas tampoco, pero confía en reunir los esfuerzos solidarios suficientes para encontrar una salida. En todo caso, el primer paso es ver la cadena. Yolanda lo tiene ya muy claro. En cuanto el niño pequeño vaya al colegio, ella irá a una escuela de adultos. No piensa seguir viviendo toda la vida en un pajar.

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