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Elogio de los cines

Vicente Molina Foix

Se habla mucho de cine y demasiado poco de los cines. Habituados a entonar elogios de cariz fúnebre al libro, ese objeto que dicen que ya pronto dejaremos de desear en cuanto tal, pocos encuentran tiempo para hablar nostálgicamente del medio que soporta las otras artes. La materia de base de la pintura hace tiempo que estalló en mil conceptos y poses de artista, la de la música nos resulta a la mayoría un papel de pautas demasiado abstractas, y el soporte del cine sencillamente no se ve. ¿Cómo es posible la melancolía respecto a unas cintas de celuloide impresionado? Harvey Keitel, el protagonista de la extraordinaria La mirada de Ulises, ocupa tres horas de nuestro tiempo de espectadores en buscar tres rollos de una incierta película muda, pero él hace de cineasta y su búsqueda es el símbolo de una odisea. Cuando el resto del mundo, nosotros, vamos al cine, nos da igual que la fuente de nuestras ilusiones sea un inmaterial, un as de luz que surge en un chorro de una boca abierta en un cuartito elevado a nuestras espaldas; lo que importa, al menos nos importa a aquellos (¿seremos ya los últimos de Filipinas?) que el cine aún lo vemos en las salas de cine y no en el utensilio doméstico comercializado bajo el nombre de televisor, es el lugar sin límites hecho de acomodadores, butacas con pelados, pantalla blanca y toilettes comunales donde lo disfrutamos. Los cines son los libros del séptimo arte, y yo comparo a quienes quieren seguir pasando páginas para llegar hasta el fin de los escritores que aman con aquellos que también se molestan en conocer a sus cineastas preferidos pasando por la pequeña y deliciosa prueba de meterse a pasar el tiempo en una sala oscura.La cadena de cines Renoir de Madrid ha cumplido 10 años y lo celebra, y hace bien, porque no sólo debe ser un negocio rentable (a las cinco salas iniciales han añadido nueve más que proyectan películas en V. O., y la cadena se extiende a otras ciudades españolas), sino que hay un orgullo legítimo en ofrecer una lista de grandes cintas exhibidas y autores de calidad salvados del olvido y la rutina distribuidora que nada tiene que envidiar en méritos artísticos a la de Schindler. Es verdad que estos minicines de vocación original no son como los de nuestra infancia, tan grandiosos y perfumados que en ellos era fácil encontrar, como decía Lévi-Strauss de los de Nueva York, "una especie de retiro al uso del hombre moderno, donde se está libre para dejarse captar por las imágenes que desfilan sobre la pantalla, o abandonarse a las ensoñaciones". También los nombres de esos pequeños templos de nuestra devoción son distintos. Se llamaban antes Capitolio, Kursaal, Rex, Emperador, y hoy Lumière, Alphaville, Renoir o, en una concesión a la historia mayor del arte, Rembrandt o Picasso. Tampoco tienen gruesas alfombras en el pasillo central o gongs para anunciar que empieza la película, ni de sus techos a veces pintados de alegorías cuelgan arañas como las que picaron mi curiosidad de niño en el cine más opulento y hoy derruido de Alicante.

En su novela Nadja, André Breton relata cómo en compañía de su jovencísimo amigo Jacques Vaché se sentaba en las butacas desvencijadas de una vieja sala de cine de provincias para allí mismo cenar, abrir ruidosamente las bolsas de barritas de pan, cortar el saucisson, descorchar una o dos botellas, hablar a voz en grito como se habla a la mesa, dejando estupefactos a los demás espectadores. Hoy no es preciso ser surrealista para comer y regoldar en los cines, y hablar en las películas es un acto de poesía cotidiana al alcance de los más brutos, pero en la comunión que se produce contemplando en grupo el baile de unas sombras en la penumbra mientras puedes notar a tu lado el roce de la mano de una novia, el aliento un poco alcohólico del vecino de atrás, los pies impacientados de un niño, se da una bendita confusión de arte y vida que es patrimonio único de esa cosa que querríamos seguir llamando cinematógrafo.

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