Vuelve Pereira
Lo he vuelto a ver subiendo con resoplidos y sofocos de gordo las cuestas de Lisboa, lo he encontrado de nuevo en su pequeña oficina del barrio Alto, agobiado de calor mientras prepara a solas la página cultural de su periódico, lo he escuchado hablándole al retrato de su mujer muerta, conversando en un balneario con el doctor Cardoso acerca de la idea revolucionaria, aunque desasosegante, de que en el interior de cada uno de nosotros no hay un alma, sino una confederación de ellas, y que todo depende en la vida del alma que domine a las otras y marque la dirección de nuestras creencias y de nuestros actos. Nunca había visto su cara, porque la imaginación no sabe inventar facciones precisas, pero sí conocía su corpulencia y su manera de andar, la corrección anticuada e incluso algo polvorienta de su vestuario, su sombrero, sus gafas, su cartera bajo el brazo, la cartera vieja en la que guarda sus traducciones de novelistas franceses y algunas cartas sin remite que podrían comprometerlo mucho más gravemente de lo que él quiere pensar.Ayer tarde, en un cine refrigerado y a una hora en la que la mayor parte de las butacas estaban vacías, volví a encontrarme con el amigo Pereira, que se le presenta siempre a uno como dice Antonio Tabucchi que se le presentó una vez a él, retraído y afable a la manera portuguesa, y apenas se oscureció la sala y dejó de oírse ese rumor de espera de los cines medio vacíos lo que escuché fue la resonancia de una voz que ya conocía del libro, la voz de alguien que cuenta, con monotonía y levedad, que repite la querida letanía, como una devanadera de la que irá brotando por sí misma la historia, sin la intervención aparente de nadie, como nos parece en ocasiones que sucede con la música: "Sostiene Pereira que le conoció un día de verano..."
La confederación de las almas también es una confederación de caras y de voces: lo que sostiene y cuenta Pereira, lo que un narrador sin nombre nos cuenta que Pereira le ha contado, las imaginadas voces portuguesas, las voces italianas de la película y del libro, las caras, por fin, la cara de Pereira, que uno no había visto nunca, pero que enseguida reconoce en la cara de Marcello Mastroianni, igual que reconoce a Humbert Humbert en James Mason y al comisario Maigret en Jean Gabin y que a cada uno de los personajes de Los muertos en los actores admirables y austeros que eligió John Huston en aquella última película suya que fue una despedida sobrecogedora de la vida y del cine, y también una demostración práctica de que de la mejor literatura puede surgir el mejor cine.
A pesar de los mandamientos y las ortodoxias de la cinefilia, entre los literatos españoles siempre ha circulado una actitud condescendiente hacia el cine, que en ocasiones lo que esconde es más frustración y vanidad que amor a la literatura, cuando no simple ignorancia. La idea viene a ser que las novelas son demasiado buenas y demasiado complejas como para permitir la adaptación al cine, que siempre exige simplificaciones y supresiones. A un novelista clamorosamente especializado en folletines sobre la sentimentalidad menopáusica yo le he escuchado hablar acerca de la película basada en una novela suya con mayor suficiencia que si fuese León Tolstóí quejándose de lo que había hecho Mariano Ozores en Anna Karenina. El escritor tiende a pensar, con la perfecta ausencia de dudas sobre sí mismo de la que habitualmente disfruta, que una película es mala porque es infiel a la novela de la que procede. En realidad, no es infrecuente el caso contrario, que una película sea mala no por traición, sino por fidelidad.
Talento
No importa el medio: sólo el talento. Ni siquiera creo que haya libros más o menos adaptables que otros, y menos aún que haga falta más inteligencia y sabiduría para escribir una novela que para hacer una película. Dicen que Eisenstein tenía el proyecto de llevar al cine Das Kapital, y no cabe duda que de haberlo hecho habría logrado una película magnífica. El cine, igual que la literatura, se puede hacer sobre cualquier cosa, sobre una cacería de elefantes o sobre un viaje en tiempo, sobre la vida de un oficinista o la de un Hombre Lobo, incluso sobre la pura nada, sobre la nimiedad de los hechos diarios, de los tiempos y los lugares casi siempre vacíos: tan cine es Howard Hawks como Ozu y Víctor Erice, y los paletos de El extraño viaje como los gánsteres de La Jungla de Asfalto. Y no conozco muchas novelas españolas actuales que tengan una riqueza y una verdad de personajes y una fuerza narrativa comparables a Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto.Sostiene Pereira no es tal vez una gran película, pero está hecha con honestidad y solidez, con delicadeza y buen oficio, y tiene dentro algunas virtudes memorables, sobre todo la presencia intacta de Pereira y de la luz nítida y suave y las penumbras interiores de Lisboa, la tremenda claridad moral y política de la novela, su poderosa emoción de bondad. En una tarde refrigerada de verano de sesenta años después conmueve escuchar en el cine una apasionada necrología de Federico García Lorca. Antes de que empezara la proyección, una mujer que estaba sola distraía la espera leyendo Sostiene Pereira en su butaca. Circula el argumento masticado y pedestre que cuando un actor encarna a un personaje de novela de algún modo lo empobrece, porque coarta la celebrada imaginación del lector, le impone un rostro indudable. Yo confieso que carezco de la imaginación suficiente como para inventar un Pereira más verdadero o más fiel a Antonio Tabucchi que el que aparece en la película. Y me pregunto si él mismo, Tabucchi, cuando recibe las visitas charlatanas y afables del amigo Pereira, a quien ve ahora es a Marcello Mastroianni, viejo y gordo, sudado, enfermo del corazón, adicto a las tortillas de hierbas y a las limonadas de un dulzor nauseabundo, trepando con empeño y dificultad por una calle de Lisboa, en el verano de presagios y tedio de 1938, sin saber todavía que una de las almas que componen su íntima confederación personal es el alma de un héroe.
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