El aplaudidor entreverado
No hay en el mundo plaza como la de Bilbao. La plaza de Bilbao es la primera del mundo en aplausos, en pasodobles y en decibelios. Una corrida de toros en Bilbao sin que atruenen los pasodobles y los aplausos es absolutamente inconcebible.Lo primero que hace el público bilbaíno en cuanto empieza la corrida es ponerse a aplaudir y ya no para hasta que arrastran el último toro. Algunos siguen aplaudiendo escaleras abajo y hasta en la calle, pero son los menos. El bilbaino cuando vuelve de los toros no va dando la nota, esa es la verdad.
Había allí cerca en el tendido un entreverado aplaudidor que, como es natural, se pasó la tarde aplaudiendo. Debía de ser la vocación, que tira mucho. Él sólo constituía un espectáculo y maravillaba la fe que ponía en el palmoteo, el frenesí que le entraba al palmotear, el ruido atronador que levantaban sus fogosas palmotadas.
Torrealta / Ponce, Jesulin, Rivera
Toros de Torrealta, bien presentados, flojos -inválidos 4º' y 5º-, encastados; 6º bronco.Enrique Ponce: estocada trasera (oreja); espadazo atravesado bajo -aviso-, metisaca bajo y descabello (ovación y salida al tercio). Jesulín de Ubrique: pinchazo hondo trasero -aviso- y descabello (ovación y saludos); estocada baja; se le perdonaron dos avisos (oreja). Rivera Ordóñez: estocada baja y descabello (oreja); pinchazo bajo, media baja, seis pinchazos bajos más y descabello (ovación y saludos). Plaza de Vista Alegre, 20 de agosto. 4ª corrida de feria. Lleno.
Alguien se quejó de que le estaba dejando sordo y su vecino de localidad le advirtió que mudar de tendido no solucionaba nada: "Tenga presente que deben de haber por la plaza otros dos o tres mil como este", dijo señalando la masa aplaudidora, que aplaudía no se sabía muy bien el motivo.
Motivos para aplaudir hubo varios -por ejemplo las tesoneras porfías de Enrique Ponce con el primer toro, la templanza de Jesulín con el segundo, una torera faena de Rivera Ordóñez al tercero-, pero no todo cuanto sucedió parecía merecer las ovaciones cerradas que estuvieron tributando el público en general y el entreverado aplaudidor en particular durante las dos horas y media que duró la función.Aplaudir, para el público bilbaíno, debe de ser un fin en sí mismo o no se explica. Porque no es lo mismo un par de banderillas en el suelo que prendido en todo lo alto, un toro de codiciosa embestida que otro rodando patas arriba víctima de su invalidez, una estocada entrando a ley que un pinchazo en los bajos, un natural trayéndose al toro toreado que otro poniendo tierra de por medio, un trasteo con sentido lidiador que un palizón de aburridos derechazos. Y si de todo eso hubo en la corrida, todo se aplaudió y hasta se aclamó con el mismo fervor.
Podría ser que el aplaudidor vecino de localidad y sus epígonos tuvieran entreverados los distintos conceptos de la tauromaquia. 0 dicho sea de otra manera: un considerable barullo mental en lo que a tauromaquia se refiere. Y nadie les podría culpar por eso, desde luego. Pero sus ansias aplaudidoras creaban situaciones injustas, si bien se mira. Pues no tienen igual mérito el que se expone y el que escurre el bulto; el que torea de verdad y el que finge arrebatos para la galería. Toreo bueno lo interpretó Rivera Ordóñez con el tercer toro, al que hizo una faena honda y valerosa, en su mayor parte al natural, reunida en un solo terreno, breve y ajustada. La de Enrique Ponce al toro que- abrió plaza también tuvo su importancia pues el animal le punteaba por el pitón derecho, y aunque se alivió en los naturales, puso empeño en dominarlo por el lado dificultoso, afrontando con majeza el riesgo.
Temple poseyeron los muletazos de Jesulín al segundo toro, quizá el más dulce y boyante de la corrida, y añadió algún golpe tremendista que enardeció a la multitud. No le dieron la oreja de ese toro porque mató mal pero le dieron la del quinto que era un borrego y le pegó cientos de pases aburridísimos. Seguramente se trataba de equilibrar las recompensas, y si Ponce y Rivera gozaban ya de oreja, Jesulín había de llevarse otra.
Ponce compuso posturas ante el cuarto, que estaba moribundo, y Rivera pasó apuros frente al sexto, cuya bronquedad le desbordó pues no aportaba recurso lidiador alguno. Pero al público aplaudidor le era indiferente y le ovacionaron con igual entrega que cuando hizo el toreo bueno. En realidad a los tres espadas los despidieron con cerradas ovaciones, y el aplaudidor entreverado se iba escaleras abajo pegando estruendosas palmotadas, más contento que unas pascuas.
Babelia
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