Con el paso cambiado
El problema del general Spinola fue que durante toda su vida llevó el paso político cambiado. Cuando en Portugal habría sido útil algún tipo de transición se sentía cómodamente instalado en la dictadura salazarista; cuando el cambio de régimen era ya un hecho por el golpe de abril pensaba en una transición que se había quedado vieja; cuando, finalmente, los hechos le colocaron al frente del primer Gobierno del poscaetanismo tuvo la mala suerte de que la transición se hiciera por el otro lado, por el de un izquierdismo, es verdad que dulcemente revolucionario, que no le permitió ser el hombre del momento.Así estuvo siempre a sólo una tirada de dado de la historia en ese tiempo decisivo.
Antonio Sebastiao Ribeiro de Spinola jamás fue educado para demócrata por lo que, pese a todo, su ejecutoria no es la más impresentable de las que corresponden a los militares ibéricos de su generación. A los 20 años ingresó en el Ejército y a los 26 mandaba una unidad de voluntarios portugueses, los viriatos, en la guerra civil española; en 1942 era observador en el frente alemán de Stalingrado, en un conflicto del que Portugal se abstuvo, y en los sesenta acometió la parte decisiva de su carrera como comandante militar y administrador en el África portuguesa, Angola y luego Guinea-Bissau, de donde fue gobernador colonial. En 1969 accedió al generalato.
En enero de 1974 fue destinado a la metrópoli como jefe adjunto de Estado Mayor y ahí comienzan los meses fulgurantes de su acierto relativo o su fracaso parcial en la auscultación de la realidad portuguesa.
Spinola, sabedor cuando menos de que el imperio africano era insostenible tras la descolonización y la emergencia del Tercer Mundo, publicó ese año un libro, Portugal e o futuro, en el que quedaba lacerantemente cerca de proponer algo viable. El militar, nacido para servir a poderes tradicionales y musculosos, quería recrear una comunidad portuguesa de naciones como la Unión Francesa, desangrada en los cincuenta en los arrozales de Indochina. Angola, Guinea y Mozambique, más las ínsulas de Cabo Verde, ya sólo podían aceptar la independencia.
Al mismo tiempo, lo que resultaba audacia para el establishment de Lisboa, y que motivó entonces su relevo, no daba la medida para el izquierdismo juvenil de un grupo de militares, como él africanistas, y su utilidad se limitó a prestar monóculo y perfil de moneda romana, a la manera de un Naguib que apenas velaba la presencia de otro efímero Nasser, el comandante Otelo Saraiva de Carvalho. Así pudo presidir una Junta de Salvación Nacional y acto seguido la República desde los claveles de abril hasta setiembre de 1974.
La exquisita revolución portuguesa no se puede decir que devorara a sus hijos sino que los mandaba a casa o a lo sumo al exilio, y Spinola tuvo que dimitir cuando reveló su juego el comunismo idiosincrático del general Vasco Gonçalves. Aquel sandinismo fuera de geografía estaba condenado a morir porque Portugal no era impunemente miembro de la OTAN. Pero, de nuevo, Spinola se equivocaba de hora al complicarse en la intentona contrarrevolucinaria de marzo de 1975. Su autodeportación duró hasta el verano de 1976 en que regresó para ser juzgado y declarado inocente.
Remansadas las aguas con la instauración de la república occidental y democrática presidida por su antiguo subordinado el general Eanes, Spinola no sólo fue rehabilitado sino ascendido a mariscal en la reserva, y allí permaneció en una serena y exhausta oscuridad hasta la fecha. Era el resignado sosiego de quien se soñó un día De Gaulle, autoritario y liberador de la pesada herencia africana, para no llegar a encajar, sin embargo, en ninguna de las sucesivas estaciones que Portugal recorrería de la dictadura a la democracia.
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